Un olor tenue a lejía se cuela por la doble mascarilla (una quirúrgica cubriendo una FFP2) al cruzar el umbral de la planta F de Medicina Interna. La planta Covid del Hospital Can Misses. El olor levita desde el suelo, desde una sábana blanca, doblada, húmeda, empapada en una solución de agua y lejía, por la que pasan los pies enfundados en patucos de plástico de todos los que cruzan la doble puerta azul marcada con una imagen del virus. Inquietante. Verde. Hay una de esas sábanas, dobladas, húmedas, con un tenue olor a lejía, frente a la puerta de cada una de las habitaciones. Todas ellas cerradas. Desde el pasillo apenas se escucha, lejano, el eco de alguna televisión encendida. Reina un casi silencio extraño. (Ver galería de imágenes)

«Antes esto no era así. Había más ruido», confirma Antonio Gutiérrez, supervisor de enfermería de la planta F, que desde el pasado 5 de marzo acoge a contagiados de coronavirus. Ese día entró el primer paciente con Covid y todo, la dinámica, la organización, los flujos de trabajo y hasta el ambiente, cambió en ese cuarto piso del hospital ibicenco. Ese día dejaron de ser una planta de Medicina Interna para ser la planta Covid. De atender a algunos pacientes con enfermedades infecciosas a atender sólo a pacientes con ellas. De entrar en las habitaciones con una sonrisa a tener que protegerse por completo (doble mascarilla, gafas, gorro, calzas...) para ver a un enfermo. De tener la puerta azul abierta para que entraran las visitas a cerrarla a cal y canto. De reír y charlar durante el turno a llevar sobre los hombros una carga de la que no saben cuándo se librarán. «Hemos llorado. Mucho. Desde que empezó esto», reconocen Antonio y Alejo Núñez, técnico en cuidados de enfermería, que llegó a Can Misses hace ahora dos años.

«El ambiente es diferente, más ocuro, más gris», comenta Alejo. El auxiliar calcula que pueden entrar unas tres veces en una habitación durante cada turno de ocho horas. Y cada vez hay que vestirse «de astronauta», como lo definen ellos mismos en una de las pocas bromas que se permiten ahora en el trabajo. Lo hacen cada vez que el enfermo lo reclama. Y cada vez que es necesario. Eso sí, intentan optimizar las entradas. Aunque van protegidos y aseguran que en esa planta en ningún momento han faltado equipos de protección individual (EPI), el riesgo de contagio está ahí. La mayoría de los pacientes están esperando esos momentos. Los únicos en los que pueden hablar cara a cara con alguien. «Es una situación muy fuerte para ellos. Están solos, aislados. Se sienten tristes», explica Alejo, que asegura que siempre que entran en una habitación intentan animarles, charlar con ellos y hacer que se sientan acompañados.

En la planta Covid las categorías profesionales se han quedado en poco más que en el papel, explican ambos. El virus ha acabado con las labores estancas. Todos van a una. Y todos hacen casi de todo. «Eso no pasaba antes. Ahora somos más equipo», afirma Antonio. Son más equipo y más en el equipo, continúa mientras una enfermera entra en la antigua sala de curas. Allí, con la silueta de Dalt Vila recortándose en el enorme ventanal, tienen el material de protección. Allí se visten para entrar en las habitaciones. «Tenemos experiencia en ponernos los equipos, aquí ya llevábamos pacientes de infecciosas», indica el supervisor desde fuera del espacio, donde todo está escrupulosamente ordenado. Las pantallas, colgadas de una estantería. Más de una veintena de gafas en una mesa. Seis cajas de guantes de diferentes tallas sobre otra. Al menos nueve a la vista de mascarillas. Tres bolsas de calzas... Al otro lado, apilados, varios contenedores negros, vacíos, para «materia infecciosa». Hay uno de ellos frente a cada habitación, junto a la sábana-alfombra empapada en agua y lejía. Cerrados.

Libros, mudas, móviles

Libros, mudas, móviles

En algunas habitaciones hay dos pacientes. En otras, sólo uno. Depende. «Cuando están mal prefieren estar solos», comenta Antonio, que detalla que cada enfermo vive esa situación de aislamiento de una forma. Los positivos en Covid pueden compartir habitación con otros positivos, explica, pero hay que mantener a los posibles positivos separados, indica al tiempo que Cristina Planells, secretaria de Medicina Interna —«sin ella esto no funcionaría», señala el supervisor— entra con una bolsa para uno de los pacientes. Los familiares, salvo excepciones, no pueden visitarles, pero sí llevarles ropa, libros, móviles... Los ingresados se comunican con sus seres queridos a través de videollamadas. A veces las hacen ellos mismos, pero otras, sobre todo cuando son pacientes más mayores, con las tabletas que hay en el servicio. Lo solicitan al personal, quedan a una hora, se descargan la aplicación en sus móviles y pueden ver y hablar con sus añorados enfermos. Las visitas presenciales son contadas. Cortas. Con los familiares completamente protegidos. Y están vetadas a embarazadas, enfermos de cáncer o inmunodeprimidos.

Cristina conoce bien la angustia de los familiares. Ella es el puente entre los que están ingresados y quienes les quieren. Lleva todos los números, las notificaciones a Salud Pública, los ingresos... Y las historias, no sólo las clínicas, de cada uno. Se las cuentan las familias cada vez que llaman. «Muchas lo viven como un secuestro», comenta. Ella lidia con la preocupación. La soledad. El miedo. «Es duro», comenta Cristina, que intenta siempre tranquilizar a las familias. Y cumplir los deseos de los enfermos.

«¡Asfixiada!», contesta Loli Barquero, limpiadora de Interna desde hace seis años, cuando Antonio le pregunta cómo se encuentra. Lleva un buzo blanco y varias capas de protección. Y eso que ya ha salido de la habitación y se ha desprendido de la última, que ha dejado ya en el circuito de sucio, un paso importantísimo para evitar los contagios. «Ahora el trabajo es más duro», comenta la limpiadora, que lleva un gorro de tela con dibujos de ositos bajo la capucha del mono. La limpieza siempre ha sido importante, pero ahora es fundamental desinfectarlo todo. Algunas habitaciones requieren «bastante tiempo». Tiene que mover muebles, limpiar y cargar con los contenedores negros. Y todo bajo la capa de plástico. De ahí lo de «asfixiada». Ahora se siente más segura en la planta «que en el supermercado», pero cuando llegó la primera ola se sintió «sobrepasada», confiesa junto al carrito, pegado a la pared, a la altura de un marco naranja. En unos días se instalará ahí otra doble puerta que dividirá la planta en dos, de manera que si bajan los ingresados con Covid se pueda usar parte de la planta para pacientes de Medicina Interna no contagiados. Es algo de lo que se dieron cuenta en verano, cuando llegaron a estar con sólo un enfermo de Covid. «Nunca, desde el 5 de marzo, hemos llegado a estar a cero; cuando teníamos ese único paciente pensábamos que lo lograríamos, pero ya volvieron a ingresar, tres, cuatro, y otra vez volvieron a subir», reflexiona Antonio, que asegura que nunca ha tenido miedo al contagio, pero sí «respeto» al virus y, sobre todo, a llevárselo a casa. Antonio asegura que ha visto un cambio en los enfermos y sus familiares en esta segunda ola: «En la primera tenían también ese respeto al coronavirus que, en parte, nos ayudaba, en esta segunda no. Han normalizado ese miedo y hay algunas actitudes que te dejan perplejo. Te duele». Asegura que entiende que la gente quiera recuperar sus vidas, pero no a costa de más contagios. Y de lo que suponen.

Estos siete meses han sido la época «más dura» que ha vivido en el trabajo: «No estábamos preparados para esto, nadie lo estaba. Aquí estábamos saliendo de una crisis y nos encontramos con la pandemia. Nunca creía que vería algo así», indica el supervisor, que destaca que en estos meses no han faltado manos para trabajar en la planta Covid. «Hay gente que se ha ofrecido para venir», comenta.

En la sala de descanso desayunan Silvia (enfermera), Lara (enfermera), María José (auxiliar) y Manuel (celador). Los cuatro han vivido en la F las dos olas. Estaban ahí en el peor momento de ingresos. Han visto cómo empeoraban los pacientes. Cómo había que trasladarlos a la UCI. Y alguna muerte. Por eso no entienden algunos comportamientos. Entre marzo y mayo Silvia se apartó de su familia para no contagiarla. Se mudó a los apartamentos para profesionales. «Al salir de allí veía grupos de gente sin mascarillas», indica. «Sientes rabia al ver algunas prácticas. Tú llevas muchos meses sin poder ir a ver a tu familia y ves cómo se comporta la gente», añade Lara. Manuel asiente y deja su desayuno para explicar cómo el fin de semana, saliendo de un restaurante, varias personas sin mascarilla y tosiendo se acercaron a sus hijos. «En la primera ola todo era nuevo, había más miedo, ahora la gente está un poco más acostumbrada», continúa María José. «No es tan complicado tener cuidado», sentencia Lara. «Aquí hemos visto abuelos ingresados que lo han pasado muy mal. Hay gente que no piensa en sus familiares», concluye Silvia.

A pesar de estar en primela línea de atención al Covid, en la F no han tenido muchos contagios entre los profesionales, indica Antonio. Abel García dio positivo cuando trabajaba en otro centro. Su caso fue leve. Se encerró en casa y, como vive solo, los servicios sociales de Santa Eulària y la policía le llevaban la compra. Sigue yendo con mucho cuidado. Se contagió en marzo, en junio le hicieron la prueba de anticuerpos y dio positiva, pero hace apenas unas semanas se la repitieron y ni rastro de los anticuerpos. «Dicen que un segundo contagio es peor», indica. En casa ha «suavizado» lo que ha vivido estos meses. A pesar de eso, casi todos los días le dicen que qué hace en la boca del lobo. No es el único al que se lo repiten. Todos normalizan el peligro. El riesgo a contagiarse. Es la única forma de poder trabajar, explican enfilando el pasillo rumbo a la salida, flanqueado de puertas cerradas y alfombras empapadas en agua y lejía tras las que descansan los pacientes.

El supervisor desmiente el mensaje del dibujo que cuelga de la puerta de entrada («Gracias, superhéroes»): «No lo somos. Sólo hacemos nuestro trabajo. Esto ha sido un aprendizaje para nosotros. No lo hemos hecho todo perfecto, habremos cometido errores, pero hemos hecho humanamente todo lo que hemos podido», comenta el supervisor, al que se le escapan las lágrimas. No son las primeras. Los héroes del Covid también lloran.