David aparenta tranquilidad mientras rastrilla la cabaña carbonizada la noche anterior donde convivía con tres rumanos. Él llegó hace tres meses, tras un desacuerdo con el propietario del campo que cuidaba, según explica, mientras que sus compañeros llevan cinco años en el descampado de sa Joveria. Sí que muestra preocupación cuando se refiere «al abuelo, al que casi se le quemó hasta la muleta y lo tuvieron que sacar los bomberos nada más llegar, porque está medio inválido».

Al abuelo lo han llevado a una sucursal bancaria de la avenida Isidor Macabich, donde cada mañana pide monedas en la puerta, mientras que los otros dos amigos han ido a sacar de nuevo la tarjeta sanitaria tras la chamusquina. No sabe dónde habrán podido ir a parar sus vecinos con las dos caravanas que salvaron de las cinco con que llegaron a principios de temporada de la Península. Se trata de tres familias de vendedores ambulantes de fruta de etnia gitana. «unos diez o doce niños y otros tantos adultos». «No teníamos problemas con ellos», apunta.

David trata ahora de recuperar algunos de los enseres personales con los que subsistían en el campamento, ya que él es el único que conserva la documentación y no tiene que ir a arreglar papeleo. Además hace guardia, ya que «ya han venido algunos de los chatarreros que viven en la zona para ver si se podían llevar algo». «De aquí no me muevo, que nos dejan sin nada».

Gracias a los «trabajillos» con que se gana algún dinero, David se salvó del incendio de ayer. «Vine a dejar las herramientas de unas chapuzas que estoy haciendo, me cambié y fui a hacer otro trabajo». A las diez y media se encontraba en el túnel de es Molins y escuchó unas explosiones que atribuyó a las fiestas del barrio de sa Capelleta. «Pensé que eran petardos, pero al volver a las once y media me encontré con los bomberos, la policía y todo el follón».

Pese a la desgracia, se reconforta al recordar que, gracias a la intervención de los bomberos y los agentes, se salvaron tanto el abuelo como los perros que les acompañan, que estaban atados. «El fuego empezó en esa caravana, en su interior», señala hacia unos restos calcinados a unos diez metros, junto a un pino que separaba el campamento gitano del suyo.

«Explotaron cuatro o cinco bombonas de butano, nosotros teníamos dos, una llena y la otra vacía». Ignora si el fuego fue fortuito o provocado, pero el hecho de que sea el tercero en tres días le hace sospechar. Sobre todo por algunos problemas de convivencia que tuvo algún poblador de otros asentamientos de sa Joveria con el clan de vendedores ambulantes. «Se ve que le acusaron de robar algún desodorante y vino una madrugada a tirar piedras».

La caída

La caídaLos problemas de adicción de drogas y el perfil marginal de algunos pobladores también contribuían a las tensiones en la zona. «Yo no sé robar y ahora sólo bebo cerveza sin alcohol», matiza David, si bien admite que la vida nocturna de la que gozaba en sus buenos años como restaurador y empresario acabó por desbocarse.

«No tengo nada que esconder», así que no tiene reparos en facilitar su apellido. David Crimi tiene 53 años y llegó a los 13 a Ibiza con sus padres desde Turín, aunque su familia es de origen siciliano. «Mi padre era muy megalómano, no paraba de abrir restaurantes y venderlos al cabo de dos años, cuando ya le aburrían. Sus progenitores, ya fallecidos, se separaron y él se quedó con su madre, mientras el padre marchó a Marbella. Indica que fueron 15 los restaurantes que pasaron por las manos de su familia, como Sa Cassola, Beppe e Bruno, el Príncipe y el Titanic en ses Figueretes o «el que luego fue S'Oficina, al lado de Vara de Rey».

«Luego me obsesioné con abrir alguno en el puerto y fue cuando todo se fue a la puñeta. Vendí mi casa en Marina Botafoch en 2011, me gasté 270 mil euros con el Dos Elefantes y al año siguiente lo convertí en uno de sushi. Mi abogado me estafó 400 mil euros, me hizo una declaración de la renta mal hecha y todo se fue al carajo. Tenía un barco, lo tuve todo y luego me quedé sin nada», se resigna.

Se despide agradecido e incluso se ofrece a invitar a un guiso de cigalas que cocinará él mismo cuando pase el mal trago.