Memoria de la isla | La historia en las piedras

Cuando los primeros pobladores llegaron al lugar en el que hoy está la ciudad, junto a las dos bahías, la que hoy ocupan los viejos muelles y la de Talamanca, verían un promontorio de piedra relativamente desnudo, posiblemente con algunos matojos y pinos, no muy diferente de como es hoy el Soto, la espalda de Dalt Vila que mira al sur

Dalt Vila desde el mar. / VICENT MARÍ

Dalt Vila desde el mar. / VICENT MARÍ

Miguel Ángel González

Miguel Ángel González

En el mismo vértice de la colina y sobre la roca viva, colocaron la piedra fundacional de la primera ciudad, de la ciudad de ciudades que hoy es Ibiza. Para su construcción se echó mano de la piedra calcárea que más abunda en las islas, un conglomerado de esqueletos y caparazones fósiles de nummulites, organismos unicelulares bentónicos que vivían en los mares del Paleoceno hace 50.000 millones de años. Se trata de una roca de mediana consistencia y fácil de trabajar.

La tenemos de un gris azulado que conocemos como pedra viva, más dura, compacta y resistente que su hermana a la que llamamos pedra morta, que, de un cálido y pálido ocre, tiene una apariencia más amable y adquiere con el sol el color de la miel de romero y del pan que sale del horno. Esta piedra dorada, solar y marina, dulcifica la castrense adustez de la fortaleza, una arquitectura toda ella marina porque su otra piedra, el dúctil marès, como su nombre dice, también nos viene del mar, de litificaciones dunares formadas en depósitos marinos del Terciario y el Cuaternario. Nuestras islas son una emergencia marina.

De las pedreras que Ibiza y Formentera tienen principalmente en sus litorales y en algunos islotes como s’Illa Negra, salieron la inmensidad de sillares que dieron cuerpo y forma a la ciudad. En el Portal de ses Taules y en el Portal Nou, en los baluartes y en los lienzos de la muralla, tenemos tan sólida información y tanta memoria colectiva como la que podemos encontrar en los archivos. Podríamos decir que las piedras de la ciudadela son la materia primera de nuestra memoria. Más de una vez me he preguntado cuantos sillares, —miles de millares—, puede tener la fortificación que se nos ofrece con altivo descaro en Santa Lucía y con dogmáticos y teológicos contrafuertes en la Catedral.

La ciudad primigenia y nuclear, Dalt Vila, es un empinado laberinto que desde su vértice mira por el norte hacia el interior de la isla y por el sur hacia la mar y Formentera. Desde aquel primer asiento en la cima de la colina, la ciudad fue creciendo y descolgándose por la ladera, casa sobre casa, en el escalonado anfiteatro que vemos hoy. Y en sus piedras, las de las murallas, las de las viejas casonas, las del enlosado de la Sala de Armas y de los pasajes que han pulido mil pisadas y el paso del tiempo, tenemos escrita la historia de la ciudad. Sobre los cimientos y las ruinas de un pueblo erigió sus casas otro pueblo. Y luego, otro. Y después, otro. Páginas y más páginas de piedra, sobrepuestas hasta llegar a la ciudad de nuestros días. Y la impresión que tenemos, todavía hoy, cuando recorremos los baluartes y nos perdemos por sus rincones y callejas, es que la piedra se nos impone y amenaza con ocuparlo todo. Es a tal punto así, que a la razón le cuesta explicar la desmesura de la fortaleza que se levantó inexpugnable. Uno diría que se hizo más para alcanzar el Juicio Final que para defenderse del Turco que, si aprovechaba la indefensión de la casa rural, nada podía contra la ciudad. La desmesura, sin embargo, no era nueva. Los romanos ya se habían roto los dientes en las murallas cartaginesas. Y notable fue también la triple fortificación de la Ibiza árabe.

Pequeña pero codiciada

La isla era pequeña, pero codiciada por su situación en el mismo centro del mar occidental, un puente magnífico para saltar a las costas norteafricanas y levantinas de Iberia. Son, en fin, murallas categóricas que desconciertan por su altura y por la contundencia de su masa que, a fin de cuentas, es la de la misma montaña que abrazan. Recuerdo que cuando conocí otras murallas, las romanas lucenses y las medievales abulenses, me parecieron de juguete, como si las hubieran hecho de cartón—piedra para el rodaje de una película. Únicamente las murallas maltesas de la Valeta mantienen un aire de familia con las nuestras, cosa lógica, porque su ingeniero, Francisco Laparelli, era contemporáneo y paisano del nuestro, Giovan Battista Calvi. De nuestras murallas cabe también decir que, a pesar de su monumentalidad y apariencia severa, nos regala detalles de cuidada sensibilidad. Lo vemos en sus equilibradas asimetrías, en la belleza de sus dos portales, en la arquería y el cuerpo de guardia del Patio de Armas, en la imponente y atrevida proa de Santa Lucia, en la elegancia de los garitones y en las poco conocidas casamatas.

Siempre que vuelvo a Dalt Vila –un regreso grato a la infancia y a la memoria—, me tienta visualizar lo que pudo significar la construcción de la fortaleza. Tuvo que ser un espectáculo fascinante, entre otras cosas, porque el lugar no daba facilidades. Escaseaba la mano de obra, –las cuadrillas diarias que trabajaban a destajo no solían superar las 60 personas—, faltaba dinero y suponía un tremendo esfuerzo extraer la piedra de las canteras en las cantidades ingentes que exigía la obra y no era en absoluto fácil su transporte que casi siempre se hacía por mar. Y luego estaba el penoso trabajo de trocear los enormes bloques que traían las barcas para convertirlos en bien medidos y escuadrados sillares.

Me imagino la formidable batahola que creaban los picapedreros, albañiles, peones, carpinteros, herreros, braceros, animales de carga y carros, junto a terraplenes, andamiajes y cobertizos, una zarabanda de gritos que apagaba el trabajo de las herramientas, mazas, martillos, picos, cinceles, hachas, sierras, palas y qué sé yo. Un escenario que no soy capaz de imaginar. Tuvo que ser una locura. Lo sería incluso hoy. Cuanto más entonces, con los precarios medios que tenían.

Una formidable batahola

Me imagino la formidable batahola que creaban los picapedreros, albañiles, peones, carpinteros, herreros, braceros, animales de carga y carros, junto a terraplenes, andamiajes y cobertizos, una zarabanda de gritos que apagaba el trabajo de las herramientas, mazas, martillos, picos, cinceles, hachas, sierras, palas y qué sé yo. Un escenario que no soy capaz de imaginar. Tuvo que ser una locura. Lo sería incluso hoy. Cuanto más entonces, con los precarios medios que tenían.

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