Imaginario de Ibiza | El atardecer que barre la orilla de Cala Tarida

En tiempos de canícula, sólo la llegada de la puesta de sol, cuando la ribera por fin se vacía, este arenal antaño paradisíaco recupera un instante de serenidad

Playa de CalaTarida.

Playa de CalaTarida. / X.P.

Xescu Prats

Xescu Prats

Si te gustan mis poemas, déjalos caminar en el atardecer, un poco detrás de ti

E. E. Cummings

La fotografía está tomada hace algunos años desde un histórico chiringuito de Cala Tarida, que se asienta sobre un promontorio rocoso que sobrevuela la orilla. En sus terrazas escalonadas, donde aliviábamos el regusto a salitre con cerveza helada mientras hundíamos los pies en la arena tibia, bastaba con alargar el brazo para sentir que podías acariciar la superficie del mar. El establecimiento aún sigue existiendo, pero la impresión de apostarse en un último reducto, en la aldea gala asediada por todo el imperio, ha desaparecido.

Desde aquel mirador privilegiado, llegada la hora crepuscular, el cielo iniciaba una coreografía de bronces, ámbares, malvas y escarlatas, al son de una sinfonía diferente cada día, según agitaran la batuta las nubes y el viento. No importaba que fuera julio o agosto. A esa hora, la playa quedaba inmersa en un sopor denso, como congelada en el tiempo, e indefectiblemente recuperaba unos cuantos grados de serenidad, en contraste con la algarabía diurna. Era la hora bruja en que los niños ya se habían replegado con sus familias a las habitaciones de los hoteles y apartamentos cercanos, quedando una ribera huérfana de toallas, flotadores y tiendas de campaña, al tiempo que los hamaqueros plegaban sombrillas y recogían bártulos. La garita elevada de los socorristas, en mitad del arenal, también había echado ya el cierre.

La tintura cenagosa de las microalgas, recrudecida por una canícula insoportable que anulaba el efecto de las bombas que impulsaban agua fría desde los fondos lejanos hasta el lecho de la playa, quedaba velada por el reflejo evanescente de las brasas celestiales. Mientras el sol iba cayendo tras la punta de es Pujolets, proyectando unos últimos ecos de luz sobre las cubiertas de los varaderos, la sombra del ocaso barría escollos, islotes, acantilados y arenales. La oscuridad progresiva procedía a desdibujar colillas, envoltorios de helados, tubos de crema bronceadora y otros desperdicios que los turistas dejaban atrás impunemente en la riba, y hasta te olvidabas de la artificiosidad de los diques que formaban las tumbonas varadas y las tinieblas de hormigón que acechaban en la retaguardia.

Únicamente al atardecer, Cala Tarida iniciaba un periodo de tregua que permitía rememorar los esplendores de antaño, cuando aún era una rada virgen y las dunas únicamente albergaban extensos pinares, a cuyo pie los niños se hundían en la arena hasta las rodillas.

Sobrecogedoras tardes crepusculares

No me cabe duda de que Cala Tarida sigue ofreciendo sobrecogedoras tardes crepusculares, pero las ganas de gozarlas han menguado considerablemente. Como si ya se hubiese traspasado el límite, una suerte de punto de no retorno, que impide gozar el paisaje con ojos generosos, separando el grano de la paja. Como si el ocaso ya no barriera la playa.

Es posible que no exista un ejemplo más contundente de orilla paradisíaca trasmutada a símbolo de la decadencia, que esta cala de la niñez que hoy ya resulta irreconocible. Un proceso que no sólo afecta al litoral, sino también a los acantilados y montes cercanos, donde el manto de pinos ha sido sustituido por urbanizaciones colosales y abigarradas en algunos tramos, que carecen de todo atisbo de moderación y sentido estético. Y lo sorprendente es que, a estas alturas, temporada tras temporada, el monstruo sigue creciendo.

Xescu Prats es cofundador de www.ibiza5sentidos.es, portal que recopila los rincones de la isla más auténticos, vinculados al pasado y la tradición de Ibiza.

Las mañanas de verano

Sólo a primera hora de la mañana, muy temprano, cuando los bañistas más madrugadores aún no han tomado posiciones en primera línea, Cala Tarida exhibe la transparencia y las gamas de turquesas y esmeraldas que no hace tantos años eran tónica habitual. La quietud nocturna permite que las partículas de microalgas que enturbian la superficie del agua caigan por su propio peso hasta depositarse en el lecho marino. Cada amanecer la playa parece haber despertado de la pesadilla, hasta que la marabunta agita la arena y vuelve a iniciar un ciclo que solo interrumpen los inviernos. Mientras aún los tengamos, al menos. 

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