Memoria de la isla | Al amor de la lumbre

El día se va, todo es ya sombra y, recogidos junto al fuego, avivamos las brasas con unos sarmientos y con el hocico del fuelle. En la vieja casa de Sant Joan no tenemos luz eléctrica porque no la queremos. Nos basta con la luz mortecina y temblorosa del quinqué. Es el momento de las confidencias, de contar historias y de soñar, porque para vivir hay que soñar.

Menjant entre els fogonetsi el cossi.

Menjant entre els fogonetsi el cossi. / arxiu pons frau

Al amor de la lumbre, en cálida y placentera holganza, escuchamos fuera de la casa los gemidos del viento y el repicar de la lluvia en el porche. Un canalón de la fachada está roto y el agua chorrea con un sonido monótono y sordo.

Las vivencias del fuego que tuve el año que viví en Sant Joan no las pude recuperar cuando nos trasladamos a la ciudad, Vila, donde la casa que ocupamos en la Marina ni tan siquiera tenía chimenea. Más que del singular protagonismo que en la casa del pueblo tenía la lumbre, la vivencia que digo la provocaba el poder hipnótico que tenía la llama, no sólo en el fuego bajo de la cocina, debajo de la gran chimenea, sino también en la pequeña llamita del quinqué que hacíamos crecer o disminuir con una ruedecilla que subía y bajaba la mecha. En aquellos años yo era un niño y no entendía los misterios del fuego, y tampoco entendía la fascinación que despertaba en los mayores. Años después, tuve una segunda experiencia con el fuego que me hizo entender algunas cosas y me recordó las vivencias de Sant Joan. Sucedió, ya adolescente, cuando pasé unos días de invierno, —era un desapacible febrero—, en can Fontassa, una casa payesa que estaba en sa Picassa, entre es puig des Fangar y es puig des Pi Alt, muy cerca del río de Santa Eulària que entonces fluía entre cañaverales y que recuerdo con pájaros y ranas.

Aquellas noches en can Fontassa hice un curioso descubrimiento del que, sin embargo, no he sido consciente hasta mucho después. Yo creía, como me habían contado, que cuando una familia payesa se reunía al anochecer al calor del hogar, como hacíamos nosotros aquellas noches después de una cena frugal en la cocina, se mantenía la costumbre de una larga velada en la que se contaba alguna rondalla y se hablaba de todo y de nada. Pero allí se hablaba poco, por no decir que no se hablaba nada. Y si al principio aquel sorprendente mutismo me incomodaba, las otras noches acabé amodorrado, como ellos, con la vista fija en los leños que ardían. Todo el protagonismo lo tenía el fuego, el crepitar de los troncos, las pequeñas llamaradas de la leña menuda y el rojo vivo de las ascuas que, nunca me había fijado en ello, tenían perfiles azules y blancos. Era como si a las 5 o 6 personas que estábamos allí nos hipnotizara el fuego.

Y de ahí, tal vez, el silencio. Y el ensimismamiento. Unos estaban sentados en las sillitas de enea que no faltaban entonces en ninguna casa, y otros, más abrigados, nos sentábamos en el banco corrido que daba casi una vuelta completa a la cocina, pero muy cerca de la chimenea. Sólo nos despabilaba momentáneamente la majora,—na Margalida, ella era la guardiana del fuego—, cuando añadía a las brasas leña menuda y, al atizarlas, avivaba las llamas.

Aquellas noches, en can Fontassa, aprendí a encender el fuego como Dios manda, a controlarlo, vigilarlo y alimentarlo

Aquellas noches, en can Fontassa, aprendí a encender el fuego como Dios manda, a controlarlo, vigilarlo y alimentarlo. Aquel anclaje de las miradas en el fuego del hogar, aparentemente inevitable y silente, me recuerda una escena de 'The Turin Horse', la última película de Béla Tarr. En ella, un anciano, al que en la secuencia vemos de espaldas, mantiene la mirada fija en un ventanuco que tiene delante; todo lo que la ventana deja ver, en la oscuridad del exterior de la casa, es una tormenta, la lluvia y el viento que levanta y revuelve las hojas que chocan contra los cristales.

La mirada clavada en el fuego

La escena fija, en absoluto silencio, no cambia en diez minutos que para el espectador son interminables porque el tiempo parece detenido. Recuerdo que aquella noche en el cine, por aquel silencio y aquella inmovilidad, sentí la misma incomodidad que provocó en can Fontassa el silencio de toda la familia frente al fuego. Y la fascinación del viejo con la mirada fija en el encuadre de la ventana era la misma que nosotros teníamos, hipnotizados, con la mirada clavada en el fuego.

El bombero incendiario

Muchos recordarán en Ibiza al individuo que hace algunos años llamamos el bombero incendiario. Se llamaba José Ferrer. Después de colaborar durante tres años en el Cuerpo de Bomberos de la isla -necesitaba y quería estar cerca del fuego-, provocó un pavoroso incendio en Portinatx. Fue un caso claro del pirómano enamorado del fuego. El mismo confesó después que, efectivamente, sentía una atracción enfermiza por las llamas que no controlaba.

Hoy sé que el ensimismamiento y el silencio que propiciaba el fuego me incomodaba porque lo percibía como ese vacío que no soportamos y necesitamos llenar con palabras y ruidos. También sé que aquel fuego tenía, a pesar de todo, un papel tutelar y socializador, y que el silencio era una forma de comunicación. Aquel fuego calentaba, reconfortaba y era una inequívoca invitación al descanso. De alguna manera, el fuego era la televisión de nuestros abuelos. Pero tampoco quiero exagerar. Son vivencias que conviene poner entre paréntesis y no dejarnos llevar por la lírica del fuego que, precisamente por la fascinación que provoca, puede ser también peligroso.

Empédocles, creyendo que ser amado significaba ‘consumirse en la llama” y que el fuego purificaba, se arrojó a las llamas del Etna y ardió como una brizna de paja. Y Zeus castigó a Prometeo por robar el fuego a los dioses. Lo cierto es que el fuego que el hombre primitivo idolatraba porque le permitía sobrevivir, es también —o eso dicen— el que abrasará al mundo en el Juicio Final y el símbolo del Infierno. Pero no divaguemos con religiones y filosofías, porque la atracción del fuego, en algunas ocasiones, es un hecho lamentablemente concreto.

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