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Jonathan Coe: «Ha pasado el tiempo del escritor varón, blanco y de mediana edad»

Jonathan Coe. Ricard Cugat

El novelista que con más puntería ha retratado la Inglaterra del siglo XXI se toma unas vacaciones de la actualidad en El señor Wilder y yo, un libro sobre el genio del cine que le marcó durante su adolescencia.

¿Cuándo comenzó esa fascinación suya por Billy Wilder?

Empezó en los años 70, yo tendría unos 14. En la televisión se emitió La vida privada de Sherlock Holmes, y aunque no sabía quién era Billy Wilder sí era fan de Sherlock Holmes, así que la vi y me enamoré completamente de esa película. Enseguida quise saber todo lo que pudiera sobre quién la había escrito y dirigido. Mucha gente considera que es una película fallida, pero a mí no me lo pareció en absoluto. Algo en ella me conmovió muy profundamente y me convertí en un fan de Wilder.

¿Diría que, en el terreno artístico, sus gustos han tendido siempre hacia las cosas ligeramente desfasadas?

Prefiero llamarlas «clásicas» [risas], pero la respuesta es sí. A raíz del descubrimiento de Wilder, me apasioné por las películas antiguas y eso tenía a mis padres un poco alarmados. No lo veían como algo normal. Posiblemente, no lo era. Cuando se estrenó Fedora a finales de los 70, fui a verla solo, porque nadie en mi entorno quería ir a ver una película como esa. Lo que mis amigos querían ver era Encuentros en la tercera fase o La guerra de las galaxias. No se lo reprocho.

¿Por qué eligió Fedora para rendir homenaje a Wilder?

La historia del rodaje de Fedora siempre me ha fascinado. De alguna manera, la película simboliza ese momento en el que la carrera de Billy Wilder entra en una crisis de la que ya no saldrá y en el que, a su alrededor, la manera de hacer cine cambia de una manera irrevocable. No es ni de lejos mi película favorita de Wilder (eso quedaría entre La vida privada de Sherlock Holmes y El apartamento) y tiene muchos defectos, pero pienso que la mejor manera de entender a un artista es estudiar sus trabajos más defectuosos. En las obras maestras no hay grietas por las que uno pueda asomarse a la mente de su creador.

Elige, pues, retratar a Billy Wilder en unos años en los que él empieza a asumir que tal vez su tiempo como cineasta ha pasado ya. ¿Le preocupa a usted que llegue un momento en el que la literatura lo deje atrás?

Supongo que cualquier escritor o director comparte esa inquietud. Las carreras de los creadores trazan una curva y hay que estar preparado para el descenso y para el final. Yo espero que en mi caso ese final quede todavía un poco lejos, pero es inexorable que me voy acercando cada vez más.

Ese cambio de guardia en el terreno cultural no es hoy en día solo una cuestión de edad, ¿no? Como escritor blanco, varón y educado en Cambridge, ¿se siente de algún modo presionado para hacerse a un lado y dejar paso a voces procedentes de otros ámbitos?

No diría que me siento presionado, pero sí creo que en cierto sentido tengo la obligación moral de hacerlo. Pese a lo que algunos puedan dar a entender con sus quejas, nadie está pidiendo a los escritores de mi generación, clase o etnia que dejen de escribir; lo único que se nos pide es que nos movamos un poco en la plataforma para que haya más espacio, y eso me parece muy razonable. El tiempo del escritor varón blanco de mediana edad que comparte con el resto del mundo su sabiduría universal se ha acabado. O debería hacerlo.

En El señor Wilder y yo queda claro que usted adora a Billy Wilder, pero no parece identificarse tanto con él como con (su coguionista) I. A. L. Diamond.

Así es. Uno de los diversos factores que me empujaron a escribir la novela fue una entrevista con Paul Diamond, hijo de I. A. L. Diamond, en la que hablaba de la frustración que sintió su padre durante la producción de Fedora al no poder incluir ni una pincelada de humor en la película. Ese sentimiento es algo con lo que yo conecté rápidamente. Yo también siento que estoy decepcionando no solo a mis lectores sino a la propia realidad si escribo un libro que no tiene suficiente humor, porque para mí es una parte muy importante de la vida.

En esta novela usted ni siquiera tiene que esforzarse en resultar divertido porque tiene a su disposición todas esas citas maravillosas del propio Wilder.

Creo que en todo el libro no hay ni un solo momento cómico que haya salido de mi imaginación. Por eso puedo decir con total convicción que es uno de mis libros más divertidos. Sé perfectamente que los chistes son buenos porque yo mismo me reí mucho cuando se los robé a Billy Wilder.

Pese a todos sus defectos, Fedora es una buena manera de acabar una carrera. Funciona perfectamente como alegato final. ¿Por qué entonces Wilder y Diamond quisieron hacer después Aquí un amigo (1981)?

Ah, ¿quién lo sabe? Esa es una película que ni siquiera menciono en el libro, como si no hubiera existido. Desde luego, Fedora debería haber sido la última, pero, ya sabes, a veces la gente cree que la primavera durará siempre. Creo que Wilder pensó que aún podía tener un último éxito, pero ya durante la producción de Aquí un amigo se dio cuenta de que el juego había terminado. El dramaturgo Christopher Hampton me explicó una anécdota deliciosa al respecto. Él conoció a Billy Wilder cuando este estaba haciendo el montaje de Aquí un amigo. Cuando le preguntó qué tal iba la película, Wilder le respondió: «El paciente está en la mesa de operaciones, pero hay pocas esperanzas de que sobreviva».

A diferencia de las dos novelas que la precedieron (El número 11 y El corazón de Inglaterra), El señor Wilder y yo se aleja de la Gran Bretaña contemporánea, pero tengo entendido que en su último libro, Bournville, que se publicará en noviembre, vuelve a enfrentarse a la actualidad política y social de su país.

Tengo esa compulsión, sí, no lo puedo evitar. La razón principal por la que escribo es para entenderme a mí mismo, y siento que cuanto más me entiendo a mí mismo, menos entiendo al país que me ha hecho ser como soy. Por eso sigo rascando en la superficie para tratar de averiguar qué significa ser inglés. No me interesa tanto escribir novelas políticas, no al menos en el sentido en el que ¡Menudo reparto! era una novela política, como profundizar en el verdadero significado de la «inglesidad».

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