Erasmo de Rotterdam y su 'Elogio de la locura'

«Saludos. Cuando hace poco me trasladé a Inglaterra, como había de ocuparme de algo y la ocasión era poco propicia para meditaciones serias, para no malgastar el tiempo se me ocurrió divertirme y escribir ‘Elogio de la locura’ (…), chanzas y bromas que miran a un fin serio, de suerte que el lector que no sea tonto del todo saque de ellas más provecho que de las disertaciones tétricas y aparatosas que algunos hacen». Erasmo de Rotterdam a su amigo Tomás Moro, el 9 de junio de 1508

Erasmo de Rotterdam retratado por Hans Holpein el Joven en 1523.

Erasmo de Rotterdam retratado por Hans Holpein el Joven en 1523.

Aunque ‘Encomio de la Stulticia’ o ‘Elogio de la locura’ alcanza en poco tiempo siete ediciones, también levanta ampollas. Deja como chupa de dómine a todas las instituciones de su tiempo, educativas, intelectuales, políticas y sociales, siendo el estamento eclesiástico de la Iglesia romana el que peor parado sale. Lo sorprendente de la repercusión que el libro tiene en toda Europa y que tanta fama da a nuestro personaje es que la obra está planteada como broma hilarante, pero broma muy seria y con retranca. Se trata de un ensayo que Erasmo escribe en una semana, mientras descansa unos días en la casa de campo de su amigo Tomás Moro. Stefan Zweig lamenta que siendo nuestro personaje «la más grande y deslumbrante celebridad de su siglo, sea hoy poco más que un nombre, mientras sus obras acumulan polvo en las bibliotecas». Una desmemoria que no tiene sentido cuando la Europa de hoy no se entiende sin Erasmo. Sería muy distinta si hubiera sido otro el papel que por las circunstancias y su talante le tocó jugar.  

Hijo bastardo de un sacerdote y su sirvienta- él mismo fue después sacerdote-, vive a caballo de los siglos XV y XVI, un mundo convulsionado en el que el orden teocrático medieval se tambalea y empuja el humanismo que trae el Renacimiento. Como también ocurre hoy, en aquel entonces el tiempo se acelera y se precipitan los acontecimientos que marcarán el devenir. El saber pasa de los monasterios a las universidades, la Iglesia de Roma escandaliza por la corrupción de sus prelados, al tiempo que, justamente indignado, sube al escenario Lutero que exige Reforma. Si recordamos algunos grandes personajes del momento -Colón, Magallanes, Enrique VIII, León X, Durero, Rafael, Leonardo, Paracelso, Miguel Ángel, etc-, cabe decir que ninguno tiene entonces la fama de Erasmo. Nadie tiene su prestigio intelectual y moral. Reyes, emperadores, ministros, profesores, cardenales y el propio Papa, todos quieren tenerlo de su lado. Le ofrecen cargos y prebendas, pero Erasmo, como si oyera llover, prefiere la modesta soledad de su gabinete y trabajar en la pequeña imprenta romana de Johann Froben que publica sus obras. No se casa con nadie. No quiere mecenas. Por encima de cualquier otra cosa, valora su libertad: «Yo sólo respondo de mí mismo», repite, y es muy poco lo que que necesita para vivir: «Cuando tengo un poco de dinero, me compro libros, y si sobra algo compro ropa y comida». 

Independencia y tragedia

 El problema que tiene Erasmo es que no cuenta con las circunstancias imprevisibles que se lo llevan por delante. Paradójicamente, su éxito y su inquebrantable independencia provocan su tragedia. En sus críticas de la sociedad de su tiempo y de la Iglesia coincidía con las denuncias que hacía Lutero que le buscaba a su lado y le decía que era ya tiempo de pasar de las palabras a los hechos, pero Erasmo se niega a seguirle, no es un hombre de acción. Y por ser fiel a sí mismo, tampoco escucha al Papa que lo quiere en su bando. Erasmo no toma partido, y unos y otros le recriminan su neutralidad. Roma le acusa de complicidad con la Reforma, de haber puesto el huevo que luego rompió Lutero. «Es posible, -contesta Erasmo-, pero yo esperaba que saliera otro pollo». Erasmo se queda sólo y tiene que huir. Muere en Basilea la noche del 11 al 12 de julio de 1536, y aunque es sacerdote católico, es tal la admiración que incluso los protestantes le tienen que lo entierran en su catedral. Todas sus obras serán después censuradas por el Concilio de Trento y acabarán en el ‘Índice de Libros Prohibidos’. (Por cierto, quinientos años después, tampoco pudieron editarse ni venderse durante el franquismo).

Llegados aquí, digamos algo de aquel libro que revolucionó el cotarro, ‘Elogio de la locura’. Su título es lo primero que desconcierta, pero el lector avisado no puede engañarse. El irónico título nos está diciendo que, para entender el libro del derecho, tenemos que leerlo de revés. En otras palabras: no es Erasmo el que hace un elogio de la locura. Es la Locura, la Estulticia, la que habla y elogia su propio mundo con todo lo que conlleva, memez, pereza, ocio, usura, envidia, lujuria, odio, embriaguez… El ‘Elogio’ quiere ser como un espejo de la realidad, en el que la sociedad malsana de su tiempo se vea reflejada, de manera que así pueda ver y corregir sus contradicciones, errores y debilidades. Erasmo hace lo mismo que Cervantes que por boca de un loco de atar, don Quijote, dice lo que él, don Miguel, no podría decir. Así, sin que la Inquisición le meta mano, puede arremeter, como caballero justiciero, contra tirios y troyanos, malandrines y poderosos. Pues bien, en su libro, no es tampoco Erasmo el que habla. Habla la Stulticia, la Locura que elogia todos los vicios imaginables. El objetivo es que, por vergüenza, al ver lo que vemos, se nos suban los colores y los rechacemos. Y un aspecto que conviene subrayar para animar al lector -aparte de que se destornillará de risa y se sorprenderá de la feroz crítica que el libro hace-, es la frescura y llaneza de su escritura. Uno se resiste a creer que se escribiera así hace la friolera de quinientos años: «Resulta divertido ver a ancianas que deberían estar muertas cómo entran en celo como cabras, compran a buen precio un mancebo, se embadurnan con afeites, no se separan del espejo, se depilan el bosque del bajo pubis, exhiben los pechos blandos y marchitos, solicitan la voluptuosidad con trémulo gañido y se emborrachan… Todos se ríen de estas cosas teniéndolas por estultísimas, que lo son, pero las viejas están contentas y entretenidas gracias a mi favor. ¿Qué les importa que todo el pueblo las silbe, con tal de que ellas mismas se aplaudan? Solamente yo, la Estulticia, puede ayudar a que tal felicidad sea posible».

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