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Arte&letras

Yo no soy un hombre, soy dinamita

Friedrich Nietzsche. | ARCHIVO MAGÓN Por Miguel Ángel González

3 de enero de 1889. Friedrich Nietzsche se desploma en un ataque de locura en la Plazza Carlo Alberto de Turín. Acaba de salir de su casa, ve a un cochero que maltrata a su caballo y con grandes gritos, llorando, se abraza al cuello del animal y se desploma. Tiene 45 años. Días después, en una clínica para enfermos mentales en Basilea, el informe médico es taxativo: «Parálisis y enajenación mental progresivas, ideas megalomaníacas. El paciente no entiende lo que se le dice y manifiesta exaltado que desea besar a las gentes que pasan por la calle y trepar por las paredes». El año anterior, en 1888, Nietzsche trabaja enfebrecido y, entre recaídas, acaba cuatro libros. En ‘Ecce homo’, descarnada autobiografía, ya presenta asomos de demencia: «No soy un hombre, soy dinamita y cargo sobre mis espaldas el destino de la humanidad (…) Os explicaré por qué soy tan sabio, tan inteligente y por qué escribo libros tan buenos». Vilipendiado y sin lectores ni reconocimiento, muere el 25 de agosto de 1900. Sus textos escandalizan y se malentienden. Y es comprensible que suceda. Algunas obras, en su sólo título, son ya beligerantes: ‘Más allá del bien y del mal’, ‘El crepúsculo de los ídolos’, ‘El Anticristo’, etc. Nietzsche es consciente de que entra en la historia del pensamiento como un elefante en una cacharrería. Carga contra los cimientos de la encorsetada y dogmática cultura occidental y sus propuestas radicales levantan ampollas: «Me opongo a todos vosotros y descubro la mentira de milenios. Mi pensamiento busca lo que hay de problemático y extraño en el existir, todo lo proscrito hasta ahora por la moral. Nos lanzamos a lo prohibido, a la verdad que se nos ha negado. Escribo para quienes no han nacido todavía. Para los próximos doscientos años, propongo una conciencia nueva, verdades silenciadas, enmudecidas». Y en esto no se equivocaba. Su obra sería para la posteridad. Es ahora, cuando le reconocemos impar e inclasificable, con la genialidad del loco que dice verdades como puños.

Tampoco se perdonó que cargara sin contemplaciones contra la ciencia, contra la metafísica, contra la religión...

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Hoy conocemos qué obstáculos principales provocaron que en su momento rechazaran sus textos que, todo hay que decirlo, todavía hoy resultan desconcertantes, caóticos, enigmáticos y explosivos. En primer lugar, Nietzsche fue en la jerga de hoy un antisistema, un francotirador que arremete contra todo y contra todos, con un objetivo claro y firme: la total demolición de la viciada cultura occidental. Al racionalismo apolíneo, a la contención y mesura de los clásicos cortos de miras, y contra la resignación y el sometimiento borreguil que predica la religión con la utopía de un Más Allá, Nietzsche opone el elemento dionisiaco, la fuerza vital del instinto, de la imaginación y de los sentimientos, la rebelión y subversión de todos los valores, la lucha por la libertad sin sanciones ni remordimientos, la apuesta por la vida, por un Más Acá que puede y debe transformar la voluntad de poder, el superhombre de la nueva humanidad. Un segundo obstáculo que provocó su rechazo –que sigue siendo un problema para el lector de hoy- es su lenguaje, lírico, exaltado, imaginativo, cargado de simbolismos, metáforas y aforismos, con todos los recursos retóricos imaginables y de una exquisitez estilística que seduce, pero que, precisamente por su preciosismo, desconcierta al lector que se pierde en la caligrafía. Tampoco se le perdonó que cargara sin contemplaciones contra la ciencia, -subrayando lo relativo que anticipa el perspectivismo einsteniano-, contra la metafísica que no explica la vida ni qué hacemos aquí; y contra la religión, un engaño consolador -lo repetirá el marxismo-, que vende una esperanza puramente especulativa de una vida después de la muerte que ha enturbiado el aquí y el ahora de nuestra existencia. La conclusión a la que llega es que, desde el silencio, el hombre asiste al crepúsculo de los ídolos, a la absurda idea de un Dios que, además de nefasta, es inconcebible: «Al dios de las creencias, al dios-idea, al dios-inexistente, ¡lo hemos matado vosotros y yo! Y si está muerto, la vacante la tiene que ocupar el hombre nuevo, liberado de ataduras». Según Nietzsche, la vida no tiene sentido en sí misma y el hombre debe dárselo. (Aquí se prefigura el esforzado Sísifo camusiano). Y por si todos estos obstáculos no bastaban para que se le malinterpretara y denigrara, se produce una circunstancia que aumenta el rechazo de su obra: cuando muere su madre, se hace cargo de un Nietzsche demente su hermana Elisabeth, casada con Bernhard Föster, recalcitrante antisemita al que el filósofo odiaba por sus ideas, y que se suicida al fracasar su intento de crear en Paraguay una colonia aria. Elisabeth decide entonces convertir a su hermano en un gran personaje, funda el ‘Archivo Nietzsche’, se adueña de sus papeles, corrige cuadernos no publicados, tacha, inserta sus ideas y el resultado es La voluntad de poder, un texto panfletario que ofrece al nazismo que utilizará la idea del superhombre para afirmar la supremacía de la raza aria. La filosofía de Nietzsche recibe aquí su castigo final, su puntilla. Por culpa de esta falsificación y abuso, queda terriblemente desacreditada.

Crítico y lúcido

Hoy, afortunadamente, por encima y por debajo de su locura, Nietzsche es reconocido como uno de los filósofos más críticos y lúcidos del pensamiento contemporáneo. Inspirador del posestructuralismo y el deconstructivismo, su influencia desborda la segunda mitad del siglo XX a través del existencialismo y sus ideas, más allá de la filosofía, fecundan el arte y la literatura. En muchos aspectos, Nietzsche fue el profeta que quiso ser y anticipó el mundo que había de venir, el que nosotros vivimos hoy. No me perdonaría acabar estas notas sin mentar ‘Así habló Zaratustra’, su texto más conocido, una obra insólita en la línea de ‘Los alimentos terrenales’ de Gide. En ‘Zaratustra’ está todo Nietzsche, el superhombre, la muerte de Dios, la voluntad de poder y el eterno retorno. Como dice José María Valverde en su prólogo, una obra bellísima, de resonancias evangélicas en sus formas, en la que tenemos a un Nietzsche en estado puro, exaltado, ditirámbico, corrosivo, irónico y profético, una guisa de contrafigura de Jesús.

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