La gente acostumbrada a trabajar la tierra en el sur de Ibiza siempre se asombra por el intenso color escarlata que adquieren los campos recién roturados del Pla d´Albarca. Terrones férricos, aún desnudos de hierba, a punto de sangrar, que emanan fertilidad y, en los días luminosos, proyectan un brillo sedante. Constituyen, para el campesino pitiuso, un paradigma de riqueza y prosperidad; suelo fecundo que devuelve generosamente cada gota de sudor que recibe.

Albarca, en esencia, es pura tierra. Estaciones y existencias que antaño oscilaban exclusivamente en torno a ella. Hoy, en buena medida, sigue acaparando idéntica atención. Llanura elevada sobre acantilados, rodeada de frondosos montes de pinos, que dibuja una circunferencia carmesí sobre el paisaje verde de Ibiza, atravesada por una retícula de muros de piedra seca. Establecen fronteras entre fincas y separan los cultivos del barbecho y los pastos destinados al ganado. Un insólito vestigio de la Ibiza tradicional que ha resistido prácticamente sin mácula el tsunami turístico.

Esbozos de casas encaladas en las laderas y una iglesia al final del camino que se encarama ligeramente a la falda del monte, donde terminan los campos. En Albarca la tierra no se derrocha ni por presencia divina. Cuando fue construido el templo, arriba de la leve cuesta, prácticamente moría el siglo XVIII. La autorizó en 1785 el obispo Abad y Lasierra, al unísono que la vecina de Santa Agnès, para atender a las poco más de cien familias que por entonces habitaban el llano. Lógicamente, vivían de cultivar cereales, frutales de secano y, desde tiempos inmemoriales, se dice que las mejores vides de Ibiza.

Como todo pueblo pitiuso que conserve su idiosincrasia, posee además del templo lo fundamental. O sea, un par de bares -uno de ellos con tienda, ahora reconvertido en restaurante de postín-, escuela de pocas aulas, centro social, cementerio nuevo que sustituye al viejo y vía crucis a pie de la iglesia, junto al campo. Discurre por un sendero pétreo y natural; casi mágico.Refugio para poca gente

Sant Mateu, además, sigue dando refugio a poca gente. Y a diferencia de Corona, que atrae a miles de personas por el espectáculo de los almendros, mantiene la soledad intrínseca a esa Ibiza en extinción que aún no ha claudicado ante el progreso. Un hotel rural en las afueras y el mencionado restaurante del centro, atractivo y apacible, constituyen las únicas concesiones a la isla de nuestros tiempos. Pero de una forma tan respetuosa y poco invasiva, que incluso contribuyen a acentuar su singularidad y tipismo.

En tiempos de corsarios, la lejanía de la Ibiza portuaria y los acantilados que se elevan en la costa lo protegían. Aún así, cuenta con su propio capítulo de épica, cuando setenta turcos, en 1552, desembarcaron y ascendieron hasta el llano, siendo derrotados por los lugareños. Al parecer, nunca volvieron. Ya por entonces se cultivaban las vides más afamadas de Ibiza, a cuyo fruto rinde tributo la Festa del Vi. Acude gente de toda la isla pese a celebrarse al arreciar el invierno. Se entiende, por tanto, que tan minúsculo territorio concentre dos de la media decena de bodegas que hay en la isla. Una de ellas, además, es pionera.

Un llano, por tanto, que requiere disfrutarse sin prisas, dando saltos en el tiempo. Sortear los caminos que deambulan entre tierra viva y entretenerse con los rebaños de ovejas, las balas de paja desperdigadas por el campo, los tractores que faenan a lo lejos y, si hay ánimos, descender hasta el puente de piedra de Cala d´Albarca. En esta Ibiza acelerada y saturada del verano, únicamente nos salva el ocasional refugio que proporcionan pequeños milagros como Sant Mateu.