Cuando Cela llegó por primera vez a Ibiza, al menos en su primera visita documentada, contaba 45 años y fue recibido con el tratamiento de lo que hoy se llamaría una estrella mediática. Cela era ya entonces un personaje muy popular. Había publicado libros fundamentales como ´La familia de Pascual Duarte´, ´La colmena´ o ´Viaje a la Alcarria´; editaba ya desde Palma la revista Papeles de Son Armadans; y hacía cuatro años que ocupaba el sillón Q de la Real Academia de la Lengua. Toda una carrera.

Era el 16 de diciembre de 1960. Cuando descendió del vapor ´Ciudad de Alicante´ acompañado por su primera esposa, Rosario Conde, en el muelle le esperaban el ceramista Antonio Ruiz, el escritor Marià Villangómez, el catedrático Antonio Tormo y el promotor cultural Vicente Ribas. Cela pisaba la isla para pronunciar, al día siguiente, la conferencia inaugural del II Salón Internacional de Pintura de la galería El Corsario, del que era presidente del jurado, y participar después en la tertulia literaria ´Cala Oberta´, que dirigía Tormo en la sala Ebusus.

Durante aquella visita Cela tuvo la oportunidad de conocer y entablar amistad con algunos de los nombres más conocidos de una isla que acababa de abandonar la autarquía y que bullía en ideas y proyectos artísticos. Acompañado por Ribas conoció a Erwin Broner en su recién estrenada casa de sa Penya, a Will Faber -que se llevó el primer premio del certamen- o al pintor Mariano Tur de Montis.

Pero si en aquella Ibiza había un personaje singular y popular era Antoni Marí Ribas, Portmany, el artista callejero que pasaba las mañanas dibujando a tinta en el Mercat Vell, el chamarilero que acumulaba en su portal de Dalt Vila antigüedades, herramientas, trajes tradicionales, documentos... todo aquello que para muchos eran ya trastos de un pasado miserable y en los que él veía la esencia misma de lo ibicenco. Portmany había servido como guía a todo tipo de personas interesadas en la cultura y las tradiciones de la isla -como el etnomusicólogo norteamericano Alan Lomax, cuando visitó las Pitiusas en 1952 para grabar sus voces y bailes ancestrales-, así que era una cita casi obligada.

Ribas -según contó él mismo años después en su sección ´La memoria indiscreta´ en el diario Última Hora- llevó a Cela Dalt Vila arriba hasta la casa-almacén de Marí Ribas en la calle Sant Josep. Los dos hombres, que se llevaban una década, charlaron animadamente y al final el artista le regaló una de sus tintas al escritor. Cela quedó tan encantado que, según aseguró al cronista, «no podría vivir en Eivissa porque con tantos personajes agradables perdería mucho tiempo», mientras que en Mallorca apenas tenía amistades y, así, no dejaba de escribir.

No se sabe si hubo más encuentros entre ellos, pero después de aquel se produjo un curioso intercambio de regalos y una correspondencia entre los dos que terminó cuando Portmany se negó a una petición de Cela.

Pocos días después de regresar a Palma, Cela se encontró en el correo con un regalo de su nuevo amigo ibicenco: «Sr. Camilo José Cela y Sra. Les ruego que acepten este pequeño recuerdo de Ibiza y de su folklore. Unan a él la admiración de un ibicenco por su obra», rezaba la nota manuscrita que se conserva en la Fundación Cela, sobre la que el futuro Nobel escribió entre paréntesis: «par de castañuelas», y bajo la firma, «Antonio Marí Ribas», para recordar de quién venía.

Las cartas guardadas en el Archivo Marí Ribas. Foto: Pau Ferragut

En realidad esas castanyoles ibicencas iban dentro de un objeto más curioso, una vieja arca de marinero, los pequeños baúles de madera que usaban marinos y pescadores para transportar sus utensilios y algunas mercancías.

Cela dejó pasar las Navidades y respondió el 10 de enero de 1961, a través de una preciosa carta con membrete de la Real Academia en la que hacía una proposición que el propio escritor calificaba de «arriesgada y honesta». «Un velero de don Manuel Verdera me trajo por la mar abajo el arca que usted me regaló y que, enriqueciéndome, le enriquece. ¡Qué feliz sería el mundo si todos, los unos y los otros, nos enriqueciéramos!», comenzaba la misiva antes de pasar a la propuesta. Cela se ofreció a comprar a Portmany todas las arcas de marinero que tuviera por una peseta, o por lo que el ibicenco pensara que valían, y adoptaba los siguientes compromisos: «1. No enajenarlas, ni por venta ni por donación»; «2. Publicar un artículo en mi revista explicando sus características, méritos e historia (para lo cual le ruego que me dé los oportunos datos), e ilustrarlo con fotos de sus pinturas»; «3. Hacer constar en el artículo que proceden de la colección Marí Ribas, de Ibiza», y la última y no por ello menos importante: «4. Darle a usted un vaso de vino en mi casa, cada vez que quiera verlas». «A mi propuesta podrá usted decirme que sí o que no, y tan amigos. Lo que no podría decir jamás es que no le hablo claro», terminaba Cela, que invitaba a Portmany a enseñar la carta a quien deseara, se supone que para valorar la oferta. Para no ser menos, la carta, cuyo original se conserva en el Archivo Marí Ribas, que gestiona Alfons García Ninet, iba acompañada de una edición autografiada del libro de viajes ´Del Miño al Bidasoa´.

Portmany contestó diez días después a la residencia de Cela en el barrio palmesano de Son Armadans alegrándose de que le hubiera llegado el arca, «pequeño recuerdo de Ibiza, nuestro, en el que no cabría el valor de su amistad, por tantos conceptos honrosa», decía. Pero vamos con el valor: «Vd. me propone adquirir las arcas de marinero y me da la medicina espiritual para compensar su desprendimiento si llegara el caso. Con la misma sinceridad que usted expresa quiero hablarle en esta carta. Estas arcas, como Vd. sabe, no tienen gran valor material, si fuera fácil reemplazarlas sería de gran contento para mí ofrecérselas. Por eso moralmente su valor es infinito [...], tengo que cumplir los compromisos [con el mundo insular] y estos son no desprenderme de objetos que tengan un interés local y que no puedan ser reemplazados. Es cierto que en su casa siempre serían una prolongación de Ibiza y siento, como dije antes, no llegue este caso».

El artista hacía gala así de algo que había expresado solo cinco meses antes en una entrevista concedida a La Vanguardia, con motivo de la Exposición Nacional de Bellas Artes de Montjuïch de ese año, en la que el conocido periodista y también dibujante Del Arco la había preguntado «¿Desprecia el dinero?». «Directamente, desprecio todo lo material; estoy al servicio del espíritu; no quiero ser el dueño sino el servidor», contestó Portmany.

Terminaba con otra pregunta y respuesta interesantes: «¿Y por qué no quiere vender su obra? -No tengo ningún interés, sería darme yo por unas pesetas. Vendiéndome perdería mi independencia». Una filosofía que trasladó también a aquellos preciados objetos. En noviembre de 1965 el locutor de Radio Barcelona José Garrut hizo una semblanza de Portmany en su programa ´Arte de Norte a Sur´, en la que retrata al artista pintando en el puerto y diciéndole a un inglés que quiere comprar una de sus obras: «Not bussines!»: «Porque sus conceptos son, entre otros muchos, el de que los ibicencos están vendiéndose la isla y que una vez vendida se encontrarán sin nada, sin isla a fin de cuentas y sin el patrimonio heredado, que es algo que no puede recuperarse nunca y cuyo valor carece de precio porque es infinito», apostillaba Garrut. Ha pasado más de medio siglo y muchos ibicencos firmarían hoy esas palabras.