Los faros son seres vivos. Más que formar parte del paisaje, lo crean (Manuel Rivas).

Quien haya vivido alguna vez cerca de un faro y se haya acostumbrado al metrónomo iridiscente de su actividad, que de noche atraviesa puertas y ventanas encendiéndose y apagándose en un compás eterno, lo sabe: los faros no solo trazan los caminos del mar sino también los de tierra. Por eso, el apagón definitivo de un faro constituye una humilde y callada tragedia que marca para siempre el lugar donde se encuentra.

La del faro de ses Coves Blanques, luminaria de escasa estatura que aún se conserva en la costa de ses Variades, guarda relación con la voracidad del progreso y su desdén por el pasado. Aunque reconvertido en espacio cultural donde ocasionalmente se rinde homenaje al mar, sus gentes y oficios, aguarda soterrado entre los elevados mamotretos que hace ya muchas décadas fueron erigiéndose por toda la costa de Sant Antoni.

Al igual que esos vetustos chalets que lo acompañan, antaño en las afueras y hoy en pleno casco urbano, se vislumbra fuera de sitio. Basta con atravesar el paseo que corona el dique del puerto y testar, desde ahí, la insignificancia en que se traduce el estar rodeado por tal extensión de cielo hormigonado. Aún así, contemplar su exiguo perfil desde la orilla esmeralda del recodo que se encuentra sus pies y le proporciona un nombre, constituye un saludable ejercicio de observación del pasado épico de una isla que ha ido mutando.

Desde el XIX

El faro de ses Coves Blanques tiene su origen en el siglo XIX, cuando fue solicitado al Estado por el Ayuntamiento de Sant Antoni a raíz de las peticiones de diversos navegantes, que pedían más seguridad al llegar a puerto. La intermitencia del faro de sa Conillera resultaba insuficiente y ya se habían producido algunos naufragios. El proyecto le fue encargado al ingeniero Eusebi Estada, gran impulsor del ferrocarril en Mallorca, y de su construcción se ocupó el maestro de obras Joan Bonet. Se inauguró en 1897, en un paraje de costa desértico y alejado de la población. Costó poco más de 30.000 pesetas y comenzó emitiendo una luz roja fija, visible desde cinco millas.

Para los fareros, una instalación como la de ses Coves Blanques, con su propia vivienda, constituía un chollo. De hecho, fue catalogado como faro de descanso, aquel cuyos equipos no suponen una gran dificultad de manejo, con una torre de poca altura y cercano a una población con servicios sanitarios y religiosos. Solo accedían a esas plazas torreros mayores de 50 años, que además acreditaran padecer alguna dificultad o impedimento físico que dificultara el trabajo en faros ordinarios.

En 1902, su luz pasó de roja a blanca, lo que provocó que, en 1914, vecinos y asociaciones locales pidieran que fuera sustituida. El pueblo comenzaba a crecer y la luminaria, a lo lejos, se confundía con las luces de las casas. Tardaron doce años en cambiarla y entonces inició un periodo de intermitencias blancas. En 1956 el Estado volvió a invertir en él para automatizarlo, pero la reconversión del puerto puso fin a sus días.

Apagado para siempre

Con la construcción del dique y la instalación en su punta de la baliza que aún marca la entrada a la bahía, fue apagado definitivamente. Era 1963. Se le retiró la linterna y dejó de prestar servicio como señal marítima, aunque sus viviendas siguieron proporcionando alojamiento, hasta ya entrado el siglo XXI, a los técnicos de mantenimiento de señales marítimas destinados en la zona, que se ocupaban de las balizas de es Vedrà, Bleda Plana y Punta Xinxó, y del propio faro de sa Conillera.

Acostumbrados a habitar lugares remotos, imagino la claustrofobia de aquellos fareros cuando salían al patio, donde aún se conserva el viejo pozo, y docenas de ojos les escrutaban desde las alturas, en los balcones y ventanas de los apartamentos cercanos.