Situándose en el contexto del Acuerdo Climático alcanzado en París en 2015, esta declaración reconoce la especial vulnerabilidad de las islas al cambio climático y afirma que llevar a cabo en ellas una transición energética apostando por la eficiencia y las energías renovables, además de reducir costes y ser un factor clave en la dinamización de las economías locales, incrementará su resiliencia ante las catastróficas eventualidades que producirá el cambio climático.

Así pues, el objetivo principal de esta iniciativa es acelerar la transición energética en las más de 2.700 islas europeas, y la consecución, lo antes posible, en cada una de ellas, de un sistema energético eficiente y basado al 100% en energías renovables. Éstas son la forma más limpia y barata de generar energía. De hecho, la eólica y la solar fotovoltaica resultan ya más económicas que los combustibles fósiles en la generación de electricidad.

La triste realidad, como también reconoce la Declaración de La Valleta, es que el punto de partida es malo. Así, la inmensa mayoría de los territorios insulares europeos basan su producción de electricidad en centrales térmicas que funcionan a base de combustibles fósiles (carbón, derivados del petróleo como el fueloil y el gasoil, o gas natural), normalmente importados, que además de ser caros son muy sucios, tanto por sus emisiones de dióxido de carbono (CO2, principal gas de efecto invernadero) como por la liberación de otros contaminantes atmosféricos como los óxidos de nitrógeno (NOx) y los óxidos de azufre (SOx).

Poco con renovables

Ese es claramente el caso de Balears. El porcentaje de electricidad generado por fuentes renovables propias en el archipiélago en 2017 fue un mísero 3%, mientras que el 54% se generó con carbón, un 28% con derivados del petróleo, un 9% con gas, un 7% con otras fuentes no renovables.

Otro problema de las islas es el transporte, en todas sus modalidades, terrestre, marítimo y aéreo, que actualmente dependen también mayoritariamente del uso de combustibles fósiles, algunos especialmente contaminantes como el fuelóleo pesado de los barcos o el queroseno de los aviones. En gran medida, la aviación y el tráfico marítimo dependen de regulaciones nacionales e internacionales; sin embargo, el transporte terrestre es competencia de los territorios insulares.

El problema de la movilidad terrestre en Baleares es doble. En primer lugar, se basa mayoritariamente en el uso del vehículo privado. Así, la ratio de coches privados por habitante es superior a la media estatal, entre otras cosas, porque no se ha hecho hasta ahora una apuesta decidida por el transporte público colectivo ni la intermodalidad.

Según datos del Instituto Balear de Estadística (Ibestat), el total de vehículos de todo tipo en el archipiélago superaba ligeramente el millón de unidades (1.001.842) en 2017, un incremento de más del 65% desde 1997 (604.365), lo que implica un incremento medio del 3,4% anual.

A este número hay que sumarle en la temporada alta turística, cuando la proliferación de coches de alquiler es máxima, la movilización de unos 100.000 vehículos más (cerca de 50.000 coches de rent a car domiciliados en las Islas y una cifra similar que no lo están).

En segundo lugar, la inmensa mayoría (un 99,09%) de ese millón de vehículos utiliza como combustible gasóleo (38,49%) o gasolina (60,60%), según datos de 2017 del Ibestat. Es decir, vehículos con motor de combustión interna de combustibles fósiles derivados del petróleo.

Sólo el 0,91% restante (9.148 vehículos) funcionaban con «otros carburantes», según la estadística del Ibestat (que no desglosa más ese apartado), un pequeño porcentaje que agrupa a vehículos eléctricos, híbridos, y a todos los demás térmicos que funcionan con gas licuado de petróleo (GLP) y otros derivados que son también combustibles fósiles.