Una ibicenca fuera de Ibiza

Lo de Pilates y lo de Lenke

En 1883 nacía en la ciudad de Mönchengladbach, Alemania, un niño esmirriado y que arrastró largos problemas de salud: asma, raquitismo, fiebre reumática, anquilosis articular… Tanto fue así que el jovencito Joseph Pilates creció obsesionado con el estudio del cuerpo humano y de las medicinas orientales, convencido de que la mente y el ejercicio podían modificar el cuerpo hasta sanarlo. Vaya que lo hizo, llegando a ser boxeador y hasta artista de circo cuando el estallido de la primera guerra mundial le sorprendió de gira por Inglaterra. Como extranjero en edad militar fue enviado a un campo de concentración en la Isla de Man. Estando en cautiverio le llamó la atención el contraste de la buena forma física que mostraban los gatos con el pésimo estado de salud y mental de los prisioneros y empezó a desarrollar rutinas de ejercicios basados en estiramientos y respiración. Y como camillero, valiéndose de viejos muelles y rudimentarias poleas, también sus primeras máquinas de ejercicios para acelerar la recuperación de los que se encontraban enfermos en cama. Esos inventos de Pilates, con frecuencia, han sido comparados con los dispositivos de tortura medievales.

Tras la guerra emigró, como tantos, a Estados Unidos. En el barco también viajaba Klara, una enfermera alemana que acabaría convirtiéndose en su mujer y a la que enamoró a pesar de no hablar de nada más que del método que estaba creando: ‘Contrología’, pues se basaba en la idea de controlar en todo momento la mente, la respiración, cada músculo del cuerpo… Convencido de que en ese control se hallaba la curación para todo. Murió sin lograr el reconocimiento de su método que continuó Klara y tras ella algunos de sus discípulos hasta que llegada la década de los 80 aquel compendio de autocontrol en las posturas y máquinas de tortura se popularizó mundialmente bajo el nombre de su creador: pilates.

Tiempo después y también en Alemania —ahora en el estado de Baviera—, la historia nos lleva a otro tipo de obsesión fácil: el inventor sexagenario Michael Lenke, quien había leído por casualidad un triste artículo que afirmaba que la mitad de las mujeres tiene problemas para alcanzar un orgasmo. Algo incrédulo tras años de gozoso matrimonio —y cerca de un centenar de patentes entre las que se encuentra una maceta que garantiza el crecimiento enano permanente de las plantas o un detector portátil de terremotos—, empezó a discurrir en el sótano de su casa, dispuesto a proporcionar orgasmos a las mujeres ajenas, pero empezando por la propia a la que tuvo de conejillo de indias probando artilugios que en más de una ocasión también debieron parecerle de tortura a la buena de Brigitte que protestaba: «¡Pero déjalo ya, vuelve a inventar otras cosas!». Hasta que, cual Arquímedes viendo el volumen que desalojaba el agua al introducir su cuerpo en una bañera, gritó: «¡Eureka!». Bueno, eso y «¡Lo vamos a petar!».

Lo petaron. Corría el año 2014 cuando Juan Carlos I abdicaba en favor de su hijo Felipe VI pero era un pequeño artilugio el que estaba a punto de proclamarse el verdadero rey bajo las sábanas. Patentado bajo el nombre de Pleasure Air Technology y con un mecanismo no muy distinto al de la limpieza de las peceras, se comercializaba con un nombre regulinchi: ‘Womanizer’ (literalmente, ‘mujeriego’) y basaba su apuesta en algo tan simple como rompedor: succionar el clítoris.

Al grano: ‘Creador de felicidad’, «Garantía de orgasmo’. Una idea tan obviamente millonaria que no tardaron en aparecer competidores como Lelo o Satisfyer que, litigios de plagio aparte, sirvieron para acrecentar este universo de reciente creación de dispositivos pensados para la anatomía femenina tras décadas de juguetes sexuales dirigidos supuestamente a dar placer a las mujeres diseñados desde una perspectiva totalmente masculina que hacían de los sex shop la enésima exhibición de un campo de nabos.

Pasando por alto la oportunidad de negocio que suponían las más de 8000 terminaciones nerviosas que esconde el clítoris (más del doble que el glande en los hombres) y que nos llevan a través de esa compleja cadena de acontecimientos que conducen a un orgasmo: se van enviando señales al circuito cerebral del placer; se incrementa la frecuencia cardiaca y respiratoria, las pupilas se dilatan hasta que la materia gris se transforma en fuegos artificiales de colores y suena música de Puccini. Con toda la maquinaria encendida a toda vela segregando una cascada de hormonas, la corteza orbitofrontal se muestra apagada o fuera de cobertura en este momento. ¿Por qué? Saquen sus conclusiones: es la zona dedicada a la toma de decisiones, al razonamiento… al control. Es requisito ineludible descontrolar para estallar en un orgasmo. Regalarse un aquí y ahora. Un porque yo lo valgo. Si es acompañada en el viaje de churri que te comprenda, bien, y si no dando las gracias por que hay un hombre que te hace sonreír más que tu marido —y no es tu dentista, qué va—, gritando al alcanzar el clímax «¡Viva Lenke, viva Brigitte y viva la madre que los parió!».

Y aunque las conclusiones de todo esto podrían parecer obvias: que sí, que sí; que ‘mens sana in corpore sano’, que hay que controlar la mente, la respiración y el cuerpo... pero no tanto. O que cuidado con dejarse llevar por las abdominales del primer domador de leones que nos entre una noche loca desdeñando al gafapasta blandito sin antes preguntarle: «pero y tú, ¿inventas o trabajas?». Porque la vida es muy larga para pasarla con el obseso equivocado…

Pero la verdad es que yo pasaba por aquí más que nada para recomendar un regalo de San Valentín por si no se les ocurre nada. Aunque sería muy fácil decirles que compren una suscripción a pilates —porque vaya que ya tiene Satisfyer—, si de verdad quieren ser ‘creadores de felicidad’, ver cómo grita de placer y de goce; si de verdad, de verdad quieren verla saltar con las pupilas mazo dilatadas…. regálenle aceite de oliva. De nada.

@otropostdata

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