La estrella de la Navidad en una patera

Siempre había pensado que la estrella de Navidad era grande. Dorada. Tan brillante que, si la veías, se te llenaban los ojos de luz. Y el corazón. Y el alma. Siempre había creído que la estrella de Navidad marcaba el camino. Que si se te cruzaba en un viaje, dejabas de estar perdido. Te protegía. Te salvaba. La lluvia dejaba de mojarte. El frío ya no te quemaba la piel. El hambre cesaba en su empeño por roerte las entrañas. La sed abandonaba tus labios agrietados y tu garganta seca. Eso le contaba su abuela todos los años, cuando el invierno empezaba a morderle las puntas de los dedos y la oscuridad caía demasiado pronto para las ansias de juego de los niños del barrio. Hilaba aquel cuento exótico, lejano para ellos, de la estrella de Navidad. Aquella madrugada, mirando al cielo, entre los brazos temblorosos de su madre, la vio. Pero no era grande. Ni tan brillante como pensaba. En mitad del rugido del mar, de los gritos aterrados, de las plegarias susurradas y del centenar de cuerpos encajados en aquella patera distinguió unos destellos rojos. Olas después, perdió la cuenta de cuántas, una luz blanca trajo voces extrañas, ojos preocupados y manos amables. En mitad de la noche de travesía, perdido en la inmensidad del desierto de agua, en aquella tumba flotante, con su madre susurrándole que estaban a salvo, descubrió la auténtica estrella de Navidad.

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