Meterse en la cama

Los días de la semana tienen su personalidad. El lunes lleva tantos siglos siendo lunes que no podría ser martes ni aunque estudiara para ello. Es muy difícil reconvertir a un ingeniero aeronáutico en historiador a los ochenta años. Lo más probable es que se muera siendo ingeniero aeronáutico. Un hermano de mi madre que hizo esta carrera diseñó un ataúd con alas. No había forma de platicar con él sin que la charla derivara tarde o temprano hacia sus intereses profesionales. A la mayoría de la gente le gusta hablar de lo que ha aprendido, sobre todo para amortizarlo. A un martes, en fin, no le pidas que te dé una conferencia sobre un miércoles. El martes y el miércoles viven de espaldas el uno al otro, igual que el jueves y el viernes o el sábado y el domingo. Habitan en compartimentos estancos, con las fronteras perfectamente delimitadas. Saben a qué hora comienzan y a qué hora terminan. No le solicites a un jueves que penetre un poco en el territorio del viernes. No lo hará.

Dicho esto, también es cierto que, dentro de sus especificidades, poseen algunas cosas en común: les gustan los extremos, por ejemplo. O amanecen muy tristes o se despiertan muy alegres. Apenas existe para ellos el término medio. De ahí que un lunes apenado sea lo más parecido a un jueves afligido. No tienen en cuenta los sentimientos de nosotros, sus usuarios. Me lo decía el otro día un amigo, en el tanatorio en el que velábamos a su madre:

-Fíjate, hace un día espléndido.

Y hacía un día espléndido, en efecto, ajeno por completo a la pesadumbre que se respiraba en la capilla ardiente.

-Los días -añadió mi amigo- no tienen sensibilidad. Se ponen sombríos cuando tú necesitas un poco de regocijo y contentos cuando te vendría bien algo de abatimiento.

Abandoné la instalación mortuoria dándole vueltas al asunto. Había comenzado a refrescar y hacía una brisa estimulante, por lo que decidí dar un paseo. A la media hora de caminar, de súbito, aparecieron en el horizonte unas nubes muy negras, cargadas, más que de lluvia, de presagios funestos. La alegría desapareció del horizonte. Procuré que no influyera en mi estado de ánimo, que era bueno, pero al escuchar el primer trueno tomé un taxi, me fui a casa y me metí en la cama.

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