A pie de isla

Es Freus

Andrés Ferrer Taberner

Andrés Ferrer Taberner

Existe a mi juicio un nombre empleado en la descripción geográfica del litoral pitiuso cuyo solo sonido le añade gravedad y cierta resonancia homérica al mar que lo baña. Tal es el caso del topónimo catalán es Freus.

En la Enciclopèdia d´Ibiza i Formentera −que siempre hay que tener al costat− podemos leer acerca de esta voz: «Topònim. Zona marítima entre les illes d’Ibiza i Formentera. El nom prové del llatí FRETU, que significa estret y fa referència als passos existents per a la navegació entre les illes i illots que hi ha entre Ibiza i Formentera». El texto dice más adelante que son varios los pasos, formando así un conjunto toponímico. «Solament el Freu Petit i, especialment, el Freu Gros», advierte, «són usats regularment per a la navegació de càrrega i passatge. La resta de passos solament són practicables per embarcacións menudes». Ni qué decir tiene que cada paso de este último grupo cuenta también con su nombre correspondiente.

La primera vez que oí pronunciar es Freus me sentí cautivado por su mero sonido. Y más, de boca del payés que me transportaba en su llaüt como improvisado pasajero, casi un polizón consentido, desde Ibiza a Formentera. Corrían entonces a velocidad de radiocasete los años setenta y acababa yo de pisar la ‘Tierra Prometida Ibicenca’ (mis anhelos, casi bíblicos, de islas paradisíacas estaban intactos entonces); era mi primera visita aquí, recién llegado desde el puerto de Valencia.

Con su exiguo pero contundente caudal de sílabas, el nombre de es Freus me entró por el pabellón auditivo como agua bendita: fue mi primer bautizo fonético de las islas, por así decirlo, lo cual constituyó un miracle de mucho prodigio, pues por entonces ya me rondaba la sordera.

Salpicaba mi cara la espuma de las olas que cubría la proa en cada embiste, administrándome el mar así ese otro bautismo mucho más previsible: el marinero propiamente dicho, pues nunca había surcado yo estas aguas.

De todas las palabras vernáculas que había oído pronunciar recién aterrizado, fue esa la primera a la que le presté verdadera atención, tanto por su potente retumbo como por su significado. Como para no prestársela, habida cuenta de que el mar no lucía precisamente esa mañana su rostro más amigable en el freu (freo en castellano) por donde navegábamos a duras penas. Tan duras que yo empezaba a abrazarme a mi mochila y a mi guitarra pensando que me mantendrían a flote después de que aquella pequeña embarcación, aparentemente más propia de los pescadores del mar de Galilea que de un Mediterráneo malhumorado, se fuera al final a pique.

El patrón de la incierta barca me decía a quemarropa que los freus, palabra que repetía una y otra vez al compás de las crecientes olas, eran a menudo «perillosos y traïdors». En semejante tesitura, y con la boca sabiéndome a miedo y a sal, recordé aquellos otros estrechos por los que navegaban Ulises y sus hombres, en donde les aguardaba la amenazante y divina Caribdis −hija de Poseidón y Gea−, quien sorbía y expulsaba el agua después, formando monstruosos remolinos y olas que provocaban el inmediato naufragio de cuantos navíos se aproximaban. ¿Acaso moraba también en es Freus? (Recuerdo cuando niño que una tía mía causaba casi el mismo efecto al bañarse en el mar, pero era por gorda tirando a cachalote).

La peligrosidad de esta franja de mar radica en su poca profundidad, las fuertes corrientes, los muchos escollos y su exposición a los vientos de llevant, gregal, ponent y llebeig. Esto es algo que pude experimentar en persona entonces en aquella travesía inaugural, pero tendría que esperar a leer a Josep Pla, años más tarde, para que me quedara meridianamente clara la cosa: «Ese paraje de los freos es considerado, de siempre, bastante peligroso, no solo porque es sucio, sino porque tiene una meteorología endiablada. Muchas veces, a levante del freo sopla un viento de sentido contrario al dominante en su cara de poniente. Ese contraste hincha el mar de manera desagradable».

Y tan desagradable que a punto estuve de vomitar y ponerle el llaüt perdido a su sufrido patrón. Pero aguantamos los tres (la guitarra, la mochila y un servidor) como lobos de mar y desembarcamos más tarde a salvo, dispuestos a dejarnos ganar por los paisajes de Formentera, que resultaron ser superiores a toda foto postal imaginada anteriormente por mí tierra adentro (los continentes son los lechos ideales para soñar con islas).

Muchos años después he ido frecuentando los diferentes freus a bordo de mi fiel kayak (gasta nombre y casi lleva collar), recordando siempre aquella primera travesía en el llaüt. Eso sí, siempre he tenido en cuenta las previsiones del tiempo, no fuera a ser que me engullera el remolino sin fin de Caribdis.

Los islotes que jalonan es Freus me han servido de improvisados ‘burladeros’ para ponerme a salvo de los yates, el terror de los kayakistas, pues dichos barcos son a estos lo que los camiones a los ciclistas, su gran depredador. Y, francamente, prefiero la épica de perecer a manos de toda una señora diosa Caribdis que acabar en el morro ‘plastiquero’ de un yate cualquiera.

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