Esa lucecita roja

«Desde las polémicas imágenes del Dalai Lama, se ha hablado mucho de su comportamiento, y poco del de quienes les rodeaban»

Aracely R. Robustillo

Aracely R. Robustillo

Todavía no he sido capaz de decidir qué me revuelve más las tripas, si el hecho de que un señor de 87 años le pida a un niño que le chupe la lengua, o el sonoro aplauso de la sala un segundo antes, después de que le hubiera besado en los labios. Lo cierto y verdad es que desde que se hicieran virales las polémicas imágenes del Dalai Lama, se ha hablado mucho de su comportamiento, y poco del de las personas que les rodeaban cuando tuvo lugar la dantesca escena.

Viéndola, y hasta el último segundo, una parte de mí esperaba que alguien apartara al niño de ese anciano, cuya conducta activaba de forma inmediata una luz roja de alarma en mi cerebro, y en el de cualquiera con un mínimo de dos dedos de frente. ¿Dónde estaban los padres de la criatura? ¿A nadie se le ocurrió que lo que sucedía no era aceptable?

Pero además fue la total impunidad con la que el líder budista se condujo en todo momento, una de las cosas más preocupantes. Y es más, sus «disculpas», en su cuenta oficial de Twitter, en las que pedía perdón a la familia del pequeño por el daño causado, inquietan, más que tranquilizan. «Su santidad a menudo bromea con la gente que conoce de manera inocente y juguetona. Incluso en público y ante las cámaras», decían.

Porque las implicaciones de ese «incluso», que supongo pretendía ser un atenuante, son otra ‘señal’ a valorar. Ya que puede dar a pensar que si el líder budista se atreve con este tipo de ‘licencias’, cuando se encuentra en un acto público, vete tú a saber lo ‘juguetón’ que será en la intimidad de su hogar.

Podríamos desgranar la historia de los innumerables líderes religiosos, o religiosos, a secas, que han aprovechado su condición de poder para abusar de inocentes. Los hay en casi todos los cultos. Algunos de sus nombres han acabado en los tribunales y en los medios de comunicación. Muchos menos de los que deberían. Pero también habría que poner el foco en quiénes han facilitado las actividades de estos depravados, por hechos o por omisión.

Después de ver el documental ‘Leaving Neverland’, en el que Wade Robson y James Safechuck contaron su experiencia del abuso que les infligió Michael Jackson siendo niños, es imposible no sopesar la parte de responsabilidad de sus padres, por ejemplo. Esos que eligieron creer que no había nada de malo en que sus hijos pasaran tanto tiempo o durmieran con la estrella del pop. O que miraban a otro lado o le defendieran cuando algunos le acusaban de pederastia.

Debido al debate que ha generado el comportamiento de Tenzin Gyatso, el último Dalai Lama, han saltado a la palestra un sinfín de imágenes de otros políticos, empresarios o artistas famosos acariciando a menores o dándoles besos ante la atenta mirada de unos padres orgullosos de que sus hijos aparezcan en la ‘foto’ con ellos, agradecidos por la atención recibida y deseosos de compartir las imágenes en Redes.

Mientras que en los pequeños, muchas veces, se pueden apreciar expresiones de incomodidad e incluso rechazo instintivo. Como cuando de pequeños nos obligaban a darle un beso a aquella tía lejana que no conocíamos de nada y nos limpiábamos el beso, nada más recibirlo a regañadientes.

En algunas culturas ya no es de recibo que un extraño, aunque sea conocido, tenga contacto físico con menores al encontrarse en el parque o en la escalera. Aún a riesgo de que me llamen ingenua, yo todavía creo en la bondad y en los gestos cariñosos de muchos mayores, que de forma sincera y limpia, se enternecen en la presencia de un niño o un bebé; pero reconozco que cada vez es más difícil desactivar esa lucecita roja, cuando alguien toca la mejilla o el pelo de mi hijo.

Me gustaría pensar que no es más que un gesto afectuoso, y sin embargo, a menudo me decanto por apartarle educadamente. Ser responsable de un niño implica aceptar que no se le puede proteger de todos los males del mundo, pero no está de más intentar enseñarles a identificar esa alarma interior y alejarse.

Estoy convencida de que fue la que hizo que el pequeño del vídeo apartara la cabeza cuando el Dalai Lama sacó la lengua. Y es nuestra obligación como adultos refrendar ese rechazo, con palabras y hechos. Porque de no hacerlo estamos transmitiendo el mensaje equivocado, al agresor y a la víctima.

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