A pie de isla

A propósito del arroz de matanzas

Andrés Ferrer Taberner

Andrés Ferrer Taberner

El mes pasado unos amigos me invitaron a un arroz de matanzas (arròs de matances) en el interior de la isla. Para mi gusto −soy comensal de modesto entender culinario pero de gran apetito, para ruina de quien me convida−, dicho guiso supera a cualquier otro de las Pitiusas. Quizá sea el de mayor raigambre etnológica de la gastronomía ibicenca, pero en cambio trasciende como el arroz con el que, cuchara en mano, menos selfis se hacen los turistas, siempre tan escasos de auténtica curiosidad viajera. Sucede con él lo mismo que con el arroz al horno (arròs al forn) en Valencia, que se relega a un segundo o tercer plano, eclipsado injustamente por las omnipresentes paellas. Por el contrario, el arroz de matanzas cuenta con una clientela incondicional entre los naturales de la isla.

Llamándose así, qué decir que se preparaba cuando al pobre cerdo le tocaba rendir con su vida el disfrute de su engorde. Al igual que en el resto de la España rural, al llegar en Ibiza la matanza (matança) se reunía toda la familia a fin de elaborar en compañía de vecinos y amigos el embutido de todo el año. Constituía una jornada de celebración, conocida en la isla como sa festa, el día propicio para preparar este tipo de arroz con el que dar de comer a todos los participantes. Quien no acreditara manchas de sangre en la ropa o en el delantal, se le arrebataba de inmediato el derecho a empuñar cuchara. Vamos, que ni un grano de arroz para quien no arrimara el hombro.

Los cerdos, escribe el Archiduque Luis Salvador de Austria en su libro ‘Las antiguas Pitiusas’, publicado en 1869, andaban sueltos al igual que cabras y ovejas, aunque con las patas trabadas. Mas no se les sorprendía tan solo en el campo, también en la ciudad de Ibiza, en donde un viandante podía cruzarse con ellos por alguna calleja como si nada.

Con semilibertad o sin ella, el caso es que el cuchillo siempre acababa por dar con la garganta del desventurado animal. Y es que el cerdo −y algún pollo que otro al que le tocaba la china− era la gran reserva cárnica del payés, cuya dieta era bien pobre en proteína animal, ya que su ganado caprino y ovino lo reservaba para la venta. «Cuando se tiene porc a la sal, el año está asegurado», escribe Josep Pla.

Abordando ahora el tema desde una perspectiva bastante más descarnada, añadiré que la matanza del cerdo nunca ha sido agradable ni de ver ni de oír; es más, constituye un horror como pocos, lo mismo aquí como en el resto de España.

Contamos con el revelador testimonio del escritor norteamericano Elliot Paul, que residió en Santa Eulària durante largos periodos en los años treinta del siglo pasado. «Cuando mataban a los cerdos», nos dice, «degollándolos y dejándolos desangrarse lentamente mientras cuatro hombres les sujetaban las cuatro patas, los tremendos chillidos que iban disminuyendo muy lentamente hasta el jadeo final durante diez horribles minutos eran música para los oídos de niñas delicadas con tirabuzones y benévolas abuelas de pelo blanco. Si un niño se caía y se daba un golpe en la cabeza, toda la calle se compungía, aunque no ocurría lo mismo cuando los animales aullaban o gritaban de dolor».

Tanto le impresionaba al escritor que se alargara innecesariamente el sufrimiento del animal, que no cejó en su empeño de intentar moderar con su discurso la conducta de sus vecinos: «Les dije al menos a mil personas que a los cerdos hay que darles un golpe seco en la cabeza antes de degollarlos y todas ellas se encogieron de hombros y sonrieron indulgentemente, como si nada importara menos en el mundo».

Solo pretendía él reducir al máximo el sufrimiento del cerdo a la hora de ser sacrificado. Evidentemente no lo consiguió. Cada vez que los payeses lo invitaban a sus casas a probar su embutido −insuperable la sobrasada ibicenca, dicho sea de paso− o su arroz de matanzas, cosa que ocurría a menudo según cuenta él mismo, imagino que le provocaría un peliagudo conflicto interno, el mismo que genera mi conciencia cuando pruebo un plato con carne, sea en el arroz de matanzas o en un caldito de régimen.

Y no es porque piense que el animal que digiero haya podido sufrir indeciblemente a la hora de morir para llegar a mi mesa (quiero creer que la legislación actual vela para que sea sacrificado lo más rápido posible y aturdiéndosele antes), sino por el hecho mismo de no resistirme a comer carne, cuando mis convicciones me indican que debería abstenerme de probarla por la empatía que me despiertan los animales en general. Pero no lo consigo, ese es mi fracaso, esta mi confesión. «Sé que el apetito», dice la escritora Mary Oliver al respecto en su ensayo ‘Hermana tortuga’, «es uno de los dioses, y por severo y brutal que sea su rostro, no deja de ser un dios».

Más elocuente todavía resulta el paleontólogo y poeta Teilhard de Chardin, que, citado por la anterior autora, afirma «que el dilema espiritual más angustioso del hombre es su necesidad de alimento, inevitablemente vinculada al sufrimiento».

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