A pie de isla

Cercas y Ribazos, la otra Ibiza

Andrés Ferrer Taberner

Andrés Ferrer Taberner

El primer mandamiento de la arquitectura popular desde que en sus orígenes le procuró al hombre cobijos alternativos a la cueva −la primera ‘vivienda’ de la especie−, ha sido el de ahorrar recursos al máximo adaptándose al marco físico. Ha economizado tanto a lo largo del tiempo que, en la práctica, ha funcionado como las economías de guerra, pura supervivencia. Un planteamiento tosco pero efectivo, como corresponde a la mentalidad del modo de producción agropecuario.

Afortunadamente para nosotros hubo otras arquitecturas que se apartaron de tan austera regla; de lo contrario, nunca hubiéramos tenido ocasión de hacernos los consabidos selfis de rigor ni en lo alto de la torre Eiffel, ni frente a la pirámide de Keops, ni bajo la gran cúpula de Santa María del Fiore levantada por Brunelleschi en Florencia. Y si me apuran, ni siquiera frente al Casón del Buen Retiro de Madrid. Pero, afortunadamente también, ha sido la arquitectura popular la que ha tutelado el paisaje del campo, al que cuidaba e instruía como un viejo y sabio maestro a un alumno desamparado. Hasta que este último se nos marchó a la ciudad y acabó maleándose al adquirir unas nociones del progreso un tanto equívocas, reñidas, desde luego, con las enseñanzas de su antiguo preceptor. De ahí, los estragos paisajísticos que soportamos a menudo.

Para no gastar de más, la arquitectura popular ha hecho gala de una simple regla: construir solo con los materiales locales, los que tiene a mano, ya que el transporte ha supuesto en el pasado el sobrecoste más elevado de todo proyecto constructivo.

En Ibiza, por abundar en toda la isla, ha sido la piedra el material autóctono utilizado masivamente por la arquitectura tradicional, de la cual me interesa subrayar en este artículo algunas de sus obras: las cercas y los ribazos de los bancales, construcciones ambas tan características aquí. Ni siquiera tenían que afanarse los payeses buscando piedras de cierto tamaño, pues se hallaban ‘agazapadas’ bajo tierra, sobre las que ‘encallaba’ una y otra vez el arado en el laboreo de los predios.

Y eran esas mismas piedras que estorbaban en los campos las utilizadas por los payeses para levantar las cercas que delimitaban sus heredades. Cercas consistentes en muretes hechos de piedras sin labra alguna, de morfología irregular y que iban encajando unas sobre otras, uniéndose por su propio peso. La fuerza terrestre de la gravedad era en este caso el mejor maestro de obras con el que se podía contar. No se precisaba ni mortero ni otro material alguno de unión entre las diferentes piezas; se construía en seco, tal como ‘edifica’ nuestro planeta su relieve. Y en ‘seco’ también de artificios innecesarios, pues no hay molde estilístico que logre domesticar un muro de piedra de estas características.

Hasta las piedras más redondeadas cuentan con un lado plano, si se palpan con manos de cantero, y las de los payeses eras diestras en ese menester, ya que era un oficio complementario heredado de padres a hijos. De lo contrario, de no ajustarlas bien, toda la labor se desmoronaba como un castillo de naipes. Esta inmemorial técnica constructiva, tan frecuente también en muchos lugares de la España peninsular y en otros países mediterráneos, es lo que se conoce con el nombre de piedra seca. Una técnica que dominaban los propios campesinos, aunque con frecuencia, por la envergadura de los trabajos, se veían obligados a contratar a otras personas. Pero no importaba, la mano de obra era entonces barata. En Ibiza podemos admirar así los miles de kilómetros de ribazos de piedra seca que contienen la tierra de los campos abancalados en las laderas de las montañas, la mayoría construidos en la segunda mitad del siglo XVIII y primera del XIX para dar respuesta alimentaria al crecimiento demográfico de esos años, como ocurrió también en la España peninsular.

Las cercas, con un espesor que sobrepasa los cincuenta centímetros y con casi un metro de altura, le han proporcionado al paisaje ibicenco una parte sustancial de su acusada personalidad −y aún más en Formentera−. Sin ellas, sería difícil reconocer su identidad; se quedaría sin el habla mudo de tanta piedra.

Se suceden las cercas con tal profusión por toda la isla que es complicado hablar de cifras. Hasta los sembrados más pequeños quedan delimitados y protegidos por ellas como si fueran un tesoro, porque de tesoros hablamos en realidad, toda vez que el payés ibicenco, como observa Josep Pla, «tiene un sentimiento esencial: su amor a la tierra, el apego a la propiedad de su tierra». Tierra, por otro lado, en la que también reside, por lo que aún ejerce mejor así el dominio directo sobre ella.

Por tanto, a ojos de sus dueños dichas cercas confirman en piedra sus títulos de propiedad. Para el resto −que las disfrutamos aún más−, son la muestra de una parte del mejor patrimonio cultural insular. Nos mueven a profundas reflexiones estéticas, más allá de los lenguajes arquitectónicos de moda. Es deber de todos conservar estos y otros espacios configurados por la piedra seca, un tipo de arquitectura vernácula de gran valor ambiental y de gran intuición estética.

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