Opinión | Tribuna

Perros que llegan

Se llamaba Tucho porque los primeros días que lo vimos desde lejos alguien comentó que parecía un chucho, y los niños con su lengua de trapo decidieron que era un nombre tan bueno como otro cualquiera. Se aficionó a aparecer al anochecer, por si en un descuido alguna oveja se había dejado atrás a un cordero lento o enfermo, y de esa manera se cobró al menos tres piezas antes de que en casa nos planteásemos acabar con él. Era rápido y muy listo, pero hay humanos con más paciencia y menos hambre, así que una mañana cayó en la trampa. Visto de cerca era un perro precioso, de hecho era un setter inglés con unos ojos color miel que te miraban como una buena persona, y a todas luces el deshecho de una rehala que le dejó atrás sin miramientos. Tuvo al menos la fortuna de no acabar en el fondo de un foso o colgado de un roble.

Estaba flaco, así que aceptó de buena gana el cuenco de pienso que le pusimos por delante, y decidió que igual no era mal sitio para quedarse a vivir. Desde ese momento se convirtió en la sombra de mi padre y parecía tener una orden de acercamiento, porque nunca se alejaba más de dos metros de él y le acompañaba en todas la tareas, siempre dispuesto, humilde y agradecido.

Tucho no perdió nunca su afición a matar, que para eso el instinto manda más que todos los castigos posibles, así que aún ya civilizado se llevó por delante varias gallinas y un gato pequeño que se fió de su cara de niño bueno. Porque, por más que les pongan abrigos de mamarrachos o los lleven en carritos de bebé, los perros son animales a los que la naturaleza sigue llamando y que de vez en cuando se dejan llevar por una voz más fuerte que la de su adorado amo. Estuvo muchos años con nosotros, se metió en varias peleas (una herida en la faringe le regaló un ladrido que sonaba más a graznido de oca) y el último invierno apenas se movió de su sitio junto a la chimenea. Se murió tranquilo y rodeado de personas que le quisieron, a pesar de su hambre implacable y heredada, y se ganó ser enterrado donde van los animales que han sido parte de la familia, desde cobayas y gatos a caballos nobles que murieron de puro viejos.

Hubo otros perros antes y después, que llegaron así, sin esperarles ni buscarles, porque nunca hemos pagado por tener uno; no es que eso sea mejor ni peor, pero hay tantos en el mundo que necesitan un hogar, que te los regalan sin más que el compromiso de cuidarlos bien. Varios mastines, un Bouvier de Flandes, chuchos sin más carta de presentación que sus ganas de seguir vivos, toda clase de raza y condición ha pasado por aquí y nos han elegido para compartir sus vidas con nosotros. Y es una obligación que adquieres con ellos, que se te entregan sin dobleces y confían en que será para siempre.

Se lo digo porque vienen los días que vienen, por los Reyes que son magos pero también humanos, y antes de decidirse a tener animal de compañía piensen si están preparados para hacerles un hueco en sus casas y en sus vidas, más allá del postureo y los diez primeros días de emoción. Si pueden, adopten. No conozco a nadie que no haya salido de una perrera con la sensación de que salva una vida y de que se los llevaría a todos si pudiera. A cambio ellos les van a regalar agradecimiento y una lealtad sin límites hasta el día que cierren los ojos para siempre.

Aunque por el camino hayan apiolado alguna gallina. La Naturaleza, ya saben.

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