Diario de Ibiza

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Pilar Ruiz Costa

Una ibicenca fuera de Ibiza

Pilar Ruiz Costa

Aedes albopictus

Tardé lo que duró el trayecto del aeropuerto de Ibiza a la casa de la buena amiga autóctona que me acoge en lanzarme a la piscina. Ella debía estar diciendo alguna de esas frases de amiga, del tipo ponte cómoda, instálate o preguntar qué me apetece hacer, enunciando esa larga lista de placeres que la isla ofrece, mientras yo, en mi cuarto al fondo de invitada iba dejando un reguero de ropa con el ímpetu de quien va a vivir una noche de pasión, mientras de la maleta de par en par, explotaban piezas de bikini en las que, entre nosotros, no estaba muy convencida de que pudiera volver a entrar. Dos años en el armario. Desde aquella vida prepandemia. ¡Nadar! Este cuerpo lechoso y mustio necesitaba nadar. Me entregué a hacer largos en la piscina que, de no ser por la forma y el estilo, pero sobre todo por el tipo, bien pareciera una olímpica en Tokyo 2020 en vez de una escritora fondona. Me palpé antes de salir del agua para asegurarme de que no había perdido el bikini en alguna pirueta y me tumbé, blanca panza arriba, en esa parcela del paraíso que dibujaban el verde menta del césped y las palmeras agitando el cerúleo claro del cielo. Ahí me picó el primer mosquito, pero no andaba yo para despistes. Qué felicidad.

Mi amiga me descubrió con los pelos retorcidos como alambres y las palmas de las manos arrugadas y en lugar de una toalla o un vino, como es una amiga de verdad, me ofreció irnos a es Cavallet antes de que se pusiera el sol y en pocos minutos estábamos, como si no hubiera pasado el tiempo y fuéramos ya dos madres respetables, tal cual las mismas desde hace tantos años, saltando olas muertas de risa. Y ya de noche, con la piel recubierta de vida y salitre, llegamos a Es Prat a compartir montaditos bajo un cielo azul cobalto por el que nunca dejan de pasar aviones. Estaba a esto de alcanzar el éxtasis con unos pimientos rojos bermellón ibicenco bien asados y un tinto, intentando el imposible de ponernos al día de estos dos años de no vernos, cuando mis batallas se fueron alternado por gritos ay, uy, arg y le iba mostrando a mi amiga, en riguroso directo, cada nuevo picotazo de mosquito: este y este, son de Es Prat; estos de es Cavallet; todos estos, de la piscina. «¡No me lo puedo creer! ¡No me lo puedo creer!», me repetía mi amiga con la misma incredulidad de hace dos años en que acabé con fiebre y antihistamínicos a mi vuelta a Madrid. «¡A mí no me pican!», me volvía a repetir. ¡Y lo sé! ¡Lo sé! Y hasta me parece lo correcto, le explico nuevamente. Es el turismo aplicado hasta la última expresión y son los visitantes lo que te procuran el alimento y reconozcamos, que yo los tengo algo despistados, replico mientras grito mirando al cielo que yo también soy de aquí, soy de aquí y algún turista sentado en la salida de emergencia de un Boeing 737 me responde que jelou.

A ver, no le deseo ningún mal a mi amiga, pero si cada año interrumpen las noticias de turistas que se caen de los balcones las de alguna plaga de Aedes Albopictus (o mosquito tigre), aunque sea por puras probabilidades… ¿Por qué no la pican a ella tanto o más que a mí? ¿Por qué despierto este interés en los mosquitos tan inversamente proporcional al interés de los moscones que, en cuanto tienen ocasión, me cambian por otra más guapa? ¿Por qué a este cuerpo a presión en un bikini fosforito la única probóscide (apéndice alargado) que se empecina en arrimarse es la trompa de un mosquito? Hay tantas incógnitas en la vida para las que aún no tengo respuesta y ahora, que en el bolsillo de la camisa, a modo de petaca, llevo árbol de té para calmar picores, una de las más urgentes me parece por qué se frotan las patitas al verme toda clase de insectos. Me han picado mosquitos en todos los continentes, me han picado arañas, piojos y pulgas en algún hotel de mala muerte. He vivido agazapada bajo una mosquitera en el azul Udaipur durante los monzones, asistiendo aterrada al espectáculo de cientos de mosquitos chocando contra aquel pringue de paredes y ventanas. Y extendiéndose la fama de mi sangre en el Trip Advisor de los bichos —cinco sobre cinco, que es lo más parecido a ser olímpica—, hasta las moscas me muerden con total descaro. ¡Basta ya! ¡Hay que acabar con esta hematofagia de las hembras (alimentación basada en sangre)! Que practiquen el canibalismo sexual, como las mantis. Que se hagan veganas, como los machos. ¡Por favor, Garzón, haz algo al respecto! Sal con ese gesto entrañable a pedirles que reduzcan el consumo a un par de piezas a la semana y, puestos a aconsejar, recuérdales que hay alternativas más saludables. Que es de cajón que no quieran sangre inglesa o alemana, pero en el ranquin de calidad alimentaria de la Unión Europea, los franceses e italianos están muy por encima de España y eso, en sangre, debe equivaler a una delicatessen. Y yo, mientras, voy a llevar a cabo mi última y más audaz estrategia: a ver si soy capaz de enfundarme mi bikini de camuflaje. Crucemos los dedos.

@otropostdata

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