La noche de septiembre que embarcó en el trayecto Barcelona-Ibiza marcó un antes y un después en la vida de Fran. Había poco pasaje, solo unas 15 personas en el lobby, de modo que no le costó mucho localizarla. Estaba sentada en una mesa del rincón, golpeando con decisión las teclas de su Mac. Le pareció una mujer espléndida, tenía que acercarse de algún modo, pero ella no levantaba la vista, tecleaba y releía lo escrito, así una y otra vez.

Empezaba a ponerse nervioso, ¿sería escritora? Si, tenía que serlo, nadie escribía durante dos horas sin levantar la vista a menos que se dedicase a ello.

Finalmente lo hizo, se recostó en el respaldo, estiró la espalda, cruzó las manos sobre las cervicales y entornó los ojos. Entonces sucedió, se relajó, abrió los ojos y le miró. Quizás fue el destino, el azar, alguna fuerza sobrenatural, el caso es que clavó en él su mirada antes que en los otros pasajeros. Le sonrió. No tardaron mucho en conversar. Era escritora, había acertado, se llamaba Emilia y tenía la sonrisa más bonita que había visto.

-Te llamas como mi madre, dijo Fran.

-Vaya, mi madre, mi abuela mi bisabuela€ Emilia es el nombre familiar, qué casualidad, añadió ella.

Él le explicó que era médico, que tenía una casita en Santa Gertrudis obtenida de los restos de un divorcio complejo.

-Un divorcio es tanto más difícil cuanto más dinero hay de por medio, comentó Emilia,. Él lo sabía, pero por no pelear finalmente había hecho más concesiones que las legales por quedarse con la casa.

Ella añadió:

-He de terminar una novela y creo que Formentera puede ser un buen lugar.

Le explicó que la acción sucedía en diversos puntos del mundo, pero el final tenía que ser en un lugar especial en el que el mar fuera el protagonista, por eso viajaba a la isla, a casa de su amiga Pauline, en Porto Saler, para aislarse durante 3 semanas y terminar el libro.

Ya en Ibiza se despidieron con los número de teléfono grabados. Ninguno de los dos tenía intención de perder al otro de vista.

Emilia se fue a Formentera, pero no terminó la novela porque se metió de lleno en otra prosa, la de su relación con Fran. Se enamoraron, así de fácil y simple, de una manera apasionada y feroz, y ella se quedó en la casita de Santa Gertrudis. Tuvieron la suerte de coincidir en su forma de vivir el sexo, sin resquicios y con sinceridad, les gustaba hablar de lo que hacían, de lo que les gustaba o no, usaban el lenguaje del placer sin ninguna clase de complejo semántico.

Una mañana, ya de vuelta a Barcelona y cada uno en su casa, Fran esperaba una reacción de Emilia, y al no obtenerla de forma espontánea la llamó para preguntarle:

-¿No te ha gustado la foto que te he enviado al despertarme?

-¿Qué foto?, preguntó ella a su vez.

-Cariño, te he enviado una foto de mi polla recién levantada. ¡Esperaba aplausos y vítores!, bromeó Fran.

Hubo unos segundos de silencio que rompió ella al decir:

-Cielo, no he recibido ninguna foto de tu maravillosa entrepierna.

Fran quiso desaparecer al darse cuenta de a quien le había enviado la foto. Todo por llamar a su madre Emilia en vez de mamá.