Había tardado 110 años en morir, y en su último suspiro miró insistentemente alrededor con sus ojos azules, como buscando una respuesta. Probablemente la encontró, porque su gesto final fue una sonrisa.

La suya había sido una buena vida. Había conocido a Joan en la parroquia de Sant Agustí, a la salida de Misa, adonde iban los chicos a conocer a las chicas. Nadie la obligó a casarse con él, lo decidió ella porque aquel chico alto, moreno y guapo de la familia Tur le gustaba. Se había fijado en sus manos poderosas y pensó que la protegerían de todo. Catalina no era débil, pero le habían hecho creer que un hombre era más fuerte que una mujer. Con el tiempo supo que un hombre tenía más fuerza pero no era más fuerte.

Se casaron. Ella con un vestido de blonda azul oscuro y pendientes de oro en cascada, y él con su levita gris y alpargatas negras. Cuando llegó la hora, sus suspiros de placer acompañaron al cielo ensangrentado del atardecer y así fue casi cada día de su primer año de casados, porque si Joan era incansable ella no lo era menos. El sexo se les acabó poco a poco, pero fue más asunto de él, que cada viernes iba a Sant Antoni a 'sus cosas', decía, que de ella, que caía cada noche rendida del trabajo del día.

Cada sábado comían pescado, se lo llevaba los viernes Agustinet, que en realidad había visto a Catalina antes que nadie pero Joan se le había adelantado. Era pescador, y aunque nunca lo supo nadie, no se casó porque solo podía amar a una mujer, a ella, a la chica de los ojos azules.

También en silencio, Catalina pensaba en él. Nunca le había visto antes de que les llevara la primera nasa de pescado, pero lo que sentía cada vez que Agustinet cruzaba la verja era algo que no podía explicar.

Así estuvieron durante 10 años, mientras ella paría a sus hijos y Joan se alejaba cada viernes de la mañana a la noche a 'sus cosas' en Sant Antoni.

Un viernes cualquiera estaba en la cocina poniendo a hervir patatas y Agustinet entró con la cesta. El destino, la atmósfera, las hormonas, alguna razón hubo para que él dejara el pescado sobre la mesa, se le acercara, la abrazara y la besara como si el mundo fuera a terminar al separarse. Aquel beso iba a ser el motor de su vida, ella lo sabía.

Hubo muchos más viernes y muchos más besos, y el primer día que él detrás de la pahíssa le levantó la falda para hacerle el amor, ella se entregó totalmente sabiendo que estarían juntos mientras vivieran. Tardó muchos viernes en desnudarse del todo, pero cuando lo hizo no hubiera querido vestirse nunca más.

Joan murió a los 40 años de un golpe de calor. Agustinet y ella nunca se casaron, pero hicieron el amor y se amaron hasta que él se quedó ciego, como casi todos los pescadores a finales del siglo XIX, y murió al beber de una botella de desinfectante pensando que era agua. Catalina le lloró como si hubiera sido él su compañero de vida y el padre de sus hijos (en realidad lo fue de uno de ellos) y cada día hasta el momento de su muerte soñó con sus abrazos y sus besos. Para él fue su pensamiento postrero, tuvo que ser así a juzgar por aquella última sonrisa.