Estaba nervioso. Le habían puesto sobre la mesa un saco de expectativas y el momento había llegado, su cita a ciegas con Práxedes, una copa al atardecer en el Hostal La Torre de Sant Antoni la misma noche que la lluvia de Perseidas rompería el cielo. Sancho había elegido su atuendo meticulosamente, pantalón blanco de algodón y una camiseta de un azul lavado, del mismo color que las zapatillas. No iba a ciegas en realidad, había investigado sus redes sociales y dedujo que era chica de ropa interior de algodón, nada de seda y blonda, y además se parecía a Jean Seberg, la actriz que le fascinaba por su indolencia y su cabello a lo garçonne. Divorciada, deportista, pura fibra, viajera y vegana, todo eso había obtenido de su Instagram. Lo último le preocupaba un poco porque a él lo que le iba era la vaca a bocados y por una pata de jamón hacía el Camino de Santiago a nado desde las Azores.

Llegó puntual. Caminaba sonriente hacia él, segura, volátil dentro de un vestido de mil colores y con sandalias de esparto, como el bolso. Al verla, Santi ya quería pasar el resto de su vida con esa chica. Se levantó cuando ella le localizó con la mirada y sonrió.

-¿Práxedes?, preguntó sabiendo la respuesta.

-Sí, supongo que eres Sancho, respondió ella.

Se había divorciado primero de una mujer-cerebro y de una mujer-florero después. La primera se había marchado con un relojero suizo y la segunda se dio cuenta a los 40 años de que era lesbiana y le dejó por una cirujana de estética. Admitía que no sabía estar solo porque no era hombre de sábanas ocasionales oliendo a suavizante ni de preservativos en el bolsillo, y aquella chica de nombre helénico parecía la respuesta a sus súplicas.

Pidió una copa de vino y ella agua con gas. Charlaron de todos los recursos de un primer encuentro: divorcios, trabajo, deportes, cine, música? De todo eso en lo que, antes de llegar a la madurez mental, se quiere coincidir para agradar al otro. Entre mentiras piadosas y necesarias se creó la atmósfera propicia y Sancho la invitó a cenar a su casa, cerca de Cala Escondida. Al llegar la cena estaba preparada, verduras y frutas, ni un animal muerto en la mesa, todo vegano. Salieron al jardín, y el vaivén de las Perseidas iluminadas por la luna creó el ambiente propicio para otro balanceo iluminado por el brillo del deseo sobre sábanas de lino.

Al terminar, Sancho fue un caballero, dejó que Práxedes durmiera en su cama y, muerto de miedo, pasó a dormir a otra habitación. Al día siguiente la acompañó a su casa y llamó a Itziar para contarle:

-Me pareció fascinante, seductora por su naturalidad, espontánea, no tiene ni una sola inhibición.

-¿Pero?, intuyó Itziar.

-Pues que es vegana, lo cual no sería un inconveniente a no ser porque fue a la cocina y volvió con ketchup, me embadurnó el pene y cuando bajó al moro pensé que me lo dejaba hecho jirones de la fruición con la que actuó, y cuando la detuve aterrorizado, me dijo:

-Adoro la carne en barra.

Sancho no volvió a comer carne nunca más y llegó a pensar que era un método vegano para lograr adeptos.