Día completo en yate. Era el mejor regalo que le podían hacer, soplar las 50 velas de su pastel de hojaldre y nata entre amigos y envuelta en aguas de las Pitiusas.

Tras un divorcio duro, llevaba un año combinando a discreción antidepresivos y algún esporádico vuelta y vuelta con eventuales compañeros de cama. No buscaba cariño, solo recordatorios sensitivos que pocas veces lograba capturar por efecto, precisamente, de las pastillitas de la felicidad, perfectos inhibidores de la libido. Pero ya le estaba bien, así le parecía que estaba aún en la parrilla de salida de lo deseable y la lujuria, sin embargo, había pasado a ocupar el último puesto de los siete pecados capitales porque en realidad disfrutaba más con la gula y con su recién elegida soledad. Consideraba la suya posición de privilegio.

Rumbo a Formentera comenzaron a aparecer las copas de champagne mientras el sol les azotaba, y así seguían dos horas más tarde fondeados en Cala en Baster, bebiendo a merced de la combinación de los 12 grados de alcohol y los 40 de calor, sin una brizna de aire, y a Valen le pareció que de un momento a otro iba a perder de vista la realidad. Aquello solo lo solucionaban el mar, un poco de ejercicio y un largo pipí (lo decía su abuela, que se tomaba las píldoras con whisky: para saber beber, hay que saber mear), así es que con un vuelvo enseguida se lanzó al agua transparente y nadó hasta la cala casi vacía. Se refugió en una pequeña cueva, y ese poco de sombra la ayudó a revivir.

Ya repuesta se dispuso a volver al barco, y al poner los pies en el agua oyó una voz que reconoció de inmediato:

-Felicidades, es tu cumpleaños.

Tardó unos segundos en darse la vuelta, no estaba muy segura de su propia reacción. A pesar de todo lo vivido, de todos los momentos de amor de su vida y de sus años de matrimonio, cada noche desde hacía 32 años veía su imagen al cerrar los ojos. No importaba a quién amaba, con quién compartía momentos de sexo, con quién comentaba una película, con quién comía pavo relleno cada Navidad, Jorge siempre estaba ahí con su último beso, el de la despedida. De no existir aquel beso quizás sus sueños hubieran sido otros. 32 años antes, ella se marchó a estudiar arquitectura a Chicago y su relación se quedó en Madrid, pero ese último beso con que Jorge la despidió descansaba en sus labios. ¿Se puede recordar a diario un beso durante 32 años? ¿Percibir su intensidad después de ese tiempo? ¿Puede un beso alimentar las noches con un sueño? Las facciones de Jorge se habían desdibujado, pero su voz y la textura de sus labios seguían intactos.

Hablaron unos minutos, él le propuso cenar, y mientras nadaba hacia el barco sintió que se desprendía de ella una pesada losa y sus emociones se ponían en fila india para ser atendidas. ¡Estaba viva de nuevo!

Cuando al día siguiente cenaban en La Brasa, su lugar preferido en Ibiza, Valentina dio un salto de pértiga por encima de los antidepresivos, y cuando él le rozó la mano su futuro inmediato estaba ya previsto.

No hubo beso de despedida porque ya nunca más volvieron a separarse.