Que si Orwell, que si Saramago y la conciencia, el destino? No era la típica conversación de la típica cena de verano en la impresionante casa de Roca Llisa, para nada, aquello era realmente kafkiano y Elisa apenas podía respirar. La anfitriona, admirada por su exitosa empresa de sombreros y puesta a punto por cirujanos estéticos y planchadores faciales, con las tetas colocadas en los hombros y el clítoris rehecho, no se enteraba de nada. Apenas había oído, mucho menos escuchado, los nombres que se barajaban en la mesa. A Elisa le gustaba porque era tan cursi que la enternecía. «Necesito un hombre que llevar al lado, para ir a fiestas, a inauguraciones, para que pose conmigo en la foto», estuvo diciendo durante años. Cazó a un millonario que vendía que su atributo entre piernas era el mejor del universo y ella, que no sabía que se lo había ofrecido a 5.000 damas antes, le reía la gracia porque no tardó mucho en darse cuenta que más valía reírsela o en una discusión, mediando destilados a palo seco, podía escaparse alguna mano para aterrizar en su reparado cuerpo. Era el coste de la caza furtiva.

A Elisa cada minuto le suponía un suplicio, se ahogaba. La habían invitado para lucirla como la escritora del momento y buscó excusas para no asistir, pero finalmente aceptó. Otro invitado arrancó con la historia del griego Esquilo y cómo una tortuga acabó con su vida. Se animó la velada y la conversación comenzó a fluir entre personas que se habían aprendido el guion, porque aquello era parecido a 'La cena de los idiotas', pero en vez de reírse de un visitante como ocurre en la película de Francis Veber, en aquella se trataba de que los anfitriones mostraran una escritora en la agenda, recurso que les hacía parecer cultos.

Ya al borde de la asfixia, Elisa fue al baño. A un gesto de la dueña de la casa, el mayordomo la acompañó. Pensó que moriría en el camino, no llegaban nunca. Ya en el lavabo intentó bajar la cremallera del jean. ¡Imposible! Buscó un dormitorio y se tendió en la cama, sería más fácil estando estirada. No cedía. Cuando apareció el anfitrión y se quedó estupefacto ante la escena, Elisa se explicó y le pidió ayuda. Así los encontró su esposa, ella en la cama y él intentando bajarle la cremallera con fuerza. No hizo una escena pero le rogó que se marchara por la puerta de servicio, que ella misma la disculparía, y a Elisa, sin fuerzas ya, se le abrió el cielo. ¡Podía irse a casa!

Aquel jean llevaba 20 años en su armario. Juró que un día volvería a ponérselo y después de una draconiana dieta cetónica había llegado la hora. Fue relativamente fácil embutirse en él, pero la presión aumentó a medida que transcurrió la noche.

De camino a casa, en la carretera vio a un chico sentado en la terraza de Can Tixedó. Paró, se explicó, y él con un cuchillo y mucha destreza logró bajar la cremallera. Se hicieron amigos, muy amigos, llevan dos años juntos desde aquello que de alguna manera también fue caza furtiva pero sin tan alto coste.

No volvieron a invitarla a esa casa, por suerte. Le contaron que la anfitriona nunca creyó la historia y tuvo un ataque de celos que casi le cuesta el divorcio.