Hasta ahora, una mayoría de nosotros veíamos al enclaustrado cartujo, rara avis, como un personaje excéntrico y singular, al que le reconocíamos cierto mérito por su renuncia a los placeres y a las tentaciones que, según dicen ellos, se dan más de puertas afuera. Se nos hacía difícil entender que se pudiera vivir sin viajar a Florencia o a París, sin ir a la playa en verano, sin tomar unas cervezas en una terraza con los amigos y sin poder callejear Dalt Vila, la Marina o los Andenes sin otro objetivo que estirar las piernas y tomar el aire. Y mira por donde, llevamos ya más de un mes encerrados a cal y canto, adquiriendo pequeñas rutinas, recuperando manualidades, haciendo apaños que aplazábamos, ordenando viejos papeles, leyendo un novelón, tragándonos una saga en TV, escuchando música o pensando en las musarañas. Y en muchos casos, preocupados y ocupados en distraer a los más pequeños que sólo entienden a medias lo que pasa, pero que se están comportando como jabatos.

Sin restar mérito a los frailes que viven alejados del mundanal ruido, ahora sabemos que también nosotros podemos hacer lo que ellos hacen. Con un punto de mérito a nuestro favor. Porque, digámoslo todo, en monasterios y conventos, ellos disponen de patios y espacios para pasear, pautas bien estudiadas para estar activos y no caer en el aburrimiento y, en muchos casos, de hermosas vistas desde sus celdas y de un pequeño huerto para cultivar tomates y berenjenas. Nosotros, en cambio, vivimos hacinados en pisos que parecen nichos en horribles colmenas humanas. Los benditos religiosos que digo, por otra parte, han elegido voluntariamente su enclaustramiento, mientras que nuestro confinamiento es forzoso. Todo un aprendizaje, eso sí, que tal vez nos sirva en el futuro, porque según los sabios galenos nos advierten, la 'cosa' puede repetirse el próximo invierno. Con la práctica que ya tenemos, nos aplicaremos la penitencia sin que nos la impongan. Por cierto, hace unos días pesqué en TV las declaraciones de un científico visionario que con un juego de espejos y unas chimeneas conseguía que el sol penetrara un kilómetro hasta un mundo subterráneo, en el que, si vienen mal dadas, podremos vivir en el futuro. Pienso que la experiencia eremítica de estos días nos será de gran ayuda. ¡Qué cosas!