Aquella mañana se empezó a escuchar de fondo un sonido parecido al de un avión que volara alto, pero que no terminara de pasar nunca. Era un rumor constante, como un trueno lejano e interminable. Al rato, el rumor quedó tapado por el ruido de la fuerte lluvia que empezó a caer. Me asomé a una de las ventanas de arriba. El valle había oscurecido. De golpe, por el oeste, apareció una estruendosa nube huracanada y trozos de ramas y cortezas de árbol chocaron contra los cristales. Muy asustada, cerré las contraventanas interiores y me quedé completamente a oscuras. El ruido de la tempestad era aterrador. Todas las ventanas vibraban y parecía que fueran a romperse. Me temblaban las piernas. Estaba sola en casa, con mis animales. No quiero ni pensar qué hubiera ocurrido si alguno de ellos se hubiera quedado fuera.

Dicen que el tornado tardó sólo unos minutos en pasar por aquí. Yo no sabría decir cuánto duró, me pareció eterno. Una vez se apaciguó la tormenta, me asomé a la puerta de entrada y vi un olivo partido. Me asusté. Aún no sabía que eso era sólo un pequeño detalle de todo lo ocurrido. Cuando paró de llover, salí a mirar y no me podía creer lo que veía. Me quedé parada, sin saber reaccionar. Todos los árboles estaban en el suelo, partidos, destrozados. El tornado había bajado por el camino de casa arrasando los árboles de ambos lados. Almendros, algarrobos y olivos centenarios. La enorme mimosa que sembré hace años estaba arrancada de cuajo y no conseguía encontrarla. Había volado. El camino era una maraña de ramas y troncos caídos. Era desolador. Era tanta la tristeza y el miedo acumulado que no fui capaz ni siquiera de llorar. Aún no lo he sido.

Ahora el paisaje es distinto. Tan distinto, que la otra mañana mi querida Luna, una pointer preciosa de dieciséis años, se perdió. Ha vivido en estos campos desde que nació. Se los conoce al dedillo. Conoce cada rincón de este lado de la montaña. Cada feixa, cada recoveco y cada atajo. Pero su campo ya no es el mismo.

La busqué angustiada. Ya no ve ni oye muy bien, pero se sabía tanto el terreno que a veces, al verla trotar tan contenta, me parecía casi un cachorrillo. Seguía teniendo el ánimo de una jovencita adolescente. Era feliz, hasta que el tornado le ha echado encima, de golpe, toda su edad. Salió a pasear como siempre, pero en el caos de troncos caídos, sus pequeños senderos están tapados, sus atajos cerrados y se desorientó. Agotó sus fuerzas intentando volver. La encontré acurrucada y tiritando, con la mirada perdida, bajo una enorme rama de olivo. Aún está recuperándose, espero que vuelva a ser la misma.

Y es que hasta los pájaros trinan distinto. Vi a la lechuza, que desde hace años vive en el camino, volar aturdida. Los gatos caminan sobre los troncos intentando entender qué ha pasado, mientras resuena, por las montañas, el zumbido de las motosierras como un enjambre. Y doy gracias porque no ha habido víctimas. Pero tengo dentro una pena honda por esos olivos centenarios, por los algarrobos ancianos, por los viejos almendros. Por el antiguo y arrugado almendro que siempre quería ser el primero y el otro día, adelantándose más que nunca, nos había regalado una flor. Una flor que ahora siento como una despedida.