Hace años una señora inglesa que acababa de venir a la isla por primera vez, me contaba, angustiada, que en su casa se escuchaba un sonido muy extraño. Decía que era un sonido agudo, muy raro. No sabía explicarme bien cómo era: «Es inimitable. Nunca he escuchado algo igual», decía. Por lo visto, el extraño sonido variaba de intensidad y a veces, de pronto, paraba de golpe, en seco. Normalmente se volvía a reanudar enseguida, pero otras veces, en cambio, no volvía a escucharse hasta el día siguiente. Se oía de día, durante horas y horas, pero al llegar la noche, noche cerrada, cesaba. Decía que había momentos que sonaba tan agudo que era ensordecedor, que se le metía en la cabeza y la volvía loca. «¿Qué será?», me preguntaba con verdadera desesperación.

No supe qué contestar, así que le conté riendo, intentando quitar hierro al asunto, que una vez tuve una nevera que hacía unos ruidos tan fuertes que parecía tener un monstruo en el motor. Intenté hacerla sonreír, pero no sirvió. Me explicó que el sonido no era en el interior de la casa. El misterioso zumbido, intenso y persistente, venía de fuera. Creía que provenía del bosque que había detrás. «En el bosque no hay ninguna casa más. En ese bosque no hay nada», dijo con voz grave y muy seria. Vivía sola, en una zona bastante aislada. Sin vecinos, sin carreteras cerca, sólo había campo, el misterioso bosque, y a lo lejos, bajo el acantilado, el mar.

Al cabo de unos días la volví a ver y la encontré peor. Estaba asustada: «Es que me da miedo. Es constante, a diario. ¿Qué puede ser?», me miraba con cara de necesitar una respuesta urgente. Yo también estaba preocupada. La verdad es que no encontraba explicación a aquel misterioso sonido. «Es tan insistente, tan continuo, tan agudo, que me enloquece», decía la pobre señora, casi entre sollozos. «Además he comprobado que no sólo ocurre en mi bosque, ocurre en más sitios. ¿Tú no lo has escuchado nunca?». Si soy sincera, estaba empezando a dudar de la salud mental de aquella pobre mujer. Incluso estaba empezando a dudar de la mía, porque según me contaba cómo era el sonido de intenso, de incesante, y de cómo llegaba a taladrarle el cerebro, yo iba imaginando fantasmas y espíritus por el bosque. Hasta llegué a imaginar una base alienígena escondida entre los pinos. Los ingleses son muy buenos contando historias y yo me sugestiono enseguida.

De pronto interrumpió la conversación y con la cara desencajada y señalando a la nada, exclamó temblorosa: «¡Ese! ¡Ese zumbido!». Me asusté. Se me encogió el estómago. Se me erizó la piel. Casi grito histérica: «!Ya están aquí!». Nos quedamos las dos en silencio, tensas. Y de pronto caí en la cuenta: «¡Son las chicharras!».

Qué alivio sentí. Qué descanso. Qué susto me había dado. Aunque también sentí pena: de golpe se había esfumado aquel maravilloso misterio.

Tuve que explicarle lo que era una chicharra. Ella no las había visto ni escuchado jamás. No sabía ni que existieran y entendí perfectamente su angustia. Para nosotros es el sonido del verano, pero para alguien que lo oye por primera vez puede ser enloquecedor. Y es que realmente es un sonido muy peculiar. Desde entonces, cada año, intento escucharlas con oídos nuevos, como si jamás las hubiera escuchado antes. Y sonrío recordando a aquella mujer. Hagan ustedes la prueba. Asusta.