Albarracín, Teruel, poco más de las doce del mediodía del 15 de septiembre. Calle Diputación. Una calle estrecha. Aún más que la calle Mayor de Dalt Vila. Cuatro turistas trepan la empinada y umbría cuesta cuando oyen, a sus espaldas, el ruido de un motor. Apretan el paso. Lo que pueden. Llevan ya un buen rato de cuestas y escaleras en el precioso pueblo turolense y no todos están para hacerse un sprint. El señor, de edad venerable, y su vehículo, también añejo, aguantan estoicos el paso de los visitantes. Todo un trabajo de embrague. El señor no dice ni mu. No grita. No hace aspavientos. Ni siquiera toca el claxon para meter más prisa a los viajeros. A punto ya de alcanzar el final de la calle, surge de entre las sombras una vecina. A paso veloz (va cuesta abajo) y decidida se encara a los turistas. Les increpa. Les grita que molestan. Que está harta. Que en Albarracín también vive gente. Y que tienen derecho a que no les incordien. Los turistas echan la vista atrás. La calle está desierta. Miran adelante. Sólo ven a la vecina. Apenas se cruzan con unas decenas de turistas. Y ninguno de ellos hace el cafre, se tira de los balcones o compra droga a la vista de los niños. Pueden asomarse a los miradores sin darse codazos. Encuentran sitio para comer sin esperas. Incluso se hacen fotos sin que otros visitantes salgan en el encuadre. Si en Albarracín molestan los turistas...