Desalojo

Una de las propietarias del antiguo restaurante de Cala Mestella: «Hemos vivido una pesadilla desde que nos okuparon hace 12 años»

La Guardia Civil y la Policía Local de Santa Eulària desalojaron anteayer la propiedad, donde vivían más de veinte personas

Dos de los ocupas volvieron ayer por la mañana para recuperar una caravana que estaba aparcada en uno de los jardines

Bienvenidos a los 'slums' de Ibiza

Ángela Torres Riera

Ángela Torres Riera

«No he podido dormir, solo dos horas, por la tensión», relata una de las propietarias del antiguo restaurante familiar Sa Seni, en Cala Mestella, desalojado después de doce años okupado, doce años durante los que la familia ha sufrido «una pesadilla» judicial. La Guardia Civil y la Policía Local de Santa Eulària irrumpieron anteayer a las diez y media de la mañana en el antiguo negocio y el turbulento desalojo no culminó hasta las siete de la tarde, más de ocho horas durante las que los okupas profirieron un sinfín de insultos hacia los dueños, allí presenten.

«A los agentes les amenazaban para que retirasen los coches patrulla y les tiraron piedras desde arriba, incluso algún bloque de hormigón», cuenta el marido de otra de las propietarias: «A uno de ellos, el más chungo, se lo llevaron detenido», añade, «buscaban bulla, nos llamaron cabrones, hijos de puta, malnacidos... dijeron que nos tenían vigilados». El hombre arrestado ya había estado, explica uno de los vecinos que asegura no haber tenido nunca «ningún problema» con los desalojados, en prisión. «Solo este era problemático», considera.

Vídeo: El local de Cala Mestella tras el desalojo

Ángela Torres Riera

Ante las provocaciones, el agente de la Policía Judicial que estaba levantando el acta les pidió que, «por favor», no dijeran nada porque con cualquier cosa se les «complicaba» la tarea. El día después del desalojo, los obreros tapian puertas y ventanas mientras los familiares se zambullen en el maremágnum de zapatillas, tendederos, cuadros, una bicicleta estática, electrodomésticos, colchones apilados y kilos y kilos de ropa que han dejado los más de veinte okupas que habitaban en el espacio.

El lunes, cuando por fin se desalojó la propiedad (además del antiguo restaurante alberga cuatro viejos apartamentos), solo quedaban dentro una decena de personas. Entre ellas, una niña de apenas dos años hija de una de las parejas y de la que se intuyen varias pertenencias que quedan en una de las terrazas: una sillita para el coche, peluches, juguetes y un cochecito.

Más allá, en el exterior del inmueble, hay una piscina prefabricada justo al lado de donde antes había una caravana aparcada. Dos de los okupas volvieron ayer a las nueve de la mañana, para recuperarla. En otra de las parcelas exteriores quedan los restos de lo que servía de corral: un alambre roto, restos de pienso y un cuenquito con agua.

1.Uno de los apartamentos de Sa Seni tras el desalojo. 2. Trastos acumulados por los okupas en el terreno. 3.La familia propietaria saca los residuos del interior de un ‘safareig’. 4.Un obrero trabaja en el solar. 5.Varios colchones apilados en la finca. 6.Dos trabajadores quitan una ventana. 7.Restos de coches, amontonados. FOTOS de TONI ESCOBAR

1.Uno de los apartamentos de Sa Seni tras el desalojo. 2. Trastos acumulados por los okupas en el terreno. 3.La familia propietaria saca los residuos del interior de un ‘safareig’. 4.Un obrero trabaja en el solar. 5.Varios colchones apilados en la finca. 6.Dos trabajadores quitan una ventana. 7.Restos de coches, amontonados. FOTOS de TONI ESCOBAR / Ángela Torres

La antigua propietaria, madre de cuatro hermanas (una de ellas posee ahora la finca), barre el interior de una de las estancias, de la han sacado montañas de prendas de entre las que escapan, al sentir el movimiento, varias cucarachas. «Esto no es ni la sombra de lo que era cuando yo trabajaba aquí», lamenta la hija. «El restaurante cerró y al tiempo se metieron [los okupas], dijeron que mi padre les tenía de alquiler y ya no hemos podido hacer nada», continúa la ibicenca, que viajó a propósito el domingo desde Palma para dar apoyo a su familia durante el desalojo y para ayudar a sacar residuos. «Incluso llegaron a pegarle, un día que intentó entrar, una paliza»

Desde entonces, estos últimos doce años, han estado de juicios. Un proceso judicial en el que los okupas han ido recurriendo «todo lo que han podido». Estuvieron durante años presentando recursos judiciales en Ibiza en respuesta a las órdenes de desalojo que solicitaba la familia y teniendo éxito. «Cuando agotaron todas las vías recurrieron también en la Audiencia Provincial», detalla la mujer.

Pero llegó un momento en que los abogados de oficio de la isla no quisieron representarlos más. Entonces quisieron recurrir en Madrid, pero ya no había nada que recurrir, añade. Esto fue apenas tres días antes del desalojo. Fue ya en el último juicio -que se prolongó alrededor de seis años-cuando la familia contó «con un buen abogado» y logró el ansiado desahucio. Ahora, ante la pregunta de qué harán con la propiedad, la respuesta que cobra más peso es: «Venderla».

Noche de viligancia

«Para que te hagas una idea, yo tengo ahora 46 años y empecé a trabajar aquí cuando tenía 17», relata una de las hermanas echando la vista atrás. Todas ellas atendían a los clientes tras una barra que ahora está llena de polvo y basura mientras su madre cocinaba en unos fogones industriales que funcionaban con butano. Los okupas los han desvalijado.

Por otro lado, los múltiples teléfonos móviles, restos de vehículos y gafas de sol que aparecen por la vivienda inducen a pensar que los desalojados robaban estas pertenencias. «Se ve que iban a la playa, a Cala Mestella -a la que se llega en dos minutos a pie- y cuando los guiris se dormían les desvalijaban», apunta Adrián, un vigilante de seguridad de la empresa privada que la familia contrató ayer.

El trabajador llegó a las cinco de la madrugada relevando a dos compañeros suyos que han hecho guardia toda la noche, con un pastor alemán, por si volvían los okupas. También han instalado un sistema de alarmas.

Las propietarias intuyen, aunque no pueden asegurarlo con certeza, que el primer okupa que llegó a la casa cobraba al resto de personas, quienes hacían vida repartidas en las distintas estancias de la propiedad e incluso en vehículos aparcados en los distintos jardines. Pasado el mediodía, un trabajador tapia la última ventana y con ella toda la angustia.

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