El cielo está bajo nuestros pies, tanto como sobre nuestras cabezas. (Henry David Thoreau).

Si frecuentas Sant Antoni de Portmany y eres buen observador, tal vez te hayas fijado. Allá en lo alto de sa Talaia -el monte que se yergue a espaldas del pueblo, abrigándolo frente a los vendavales del norte-, vuelve a vislumbrarse la vieja capilla encalada. En los días soleados sin nubes, su fachada contrasta con el azul límpido del cielo y los pinos glaucos que se arremolinan a sus pies, envolviendo el cerro por completo. Hasta comienzos de junio el minúsculo oratorio permanecía invisible, rodeado por la foresta. Un simulacro anti-incendios, sin embargo, volvió a arrancarlo del anonimato, cuando las fuerzas de la Unidad Militar de Emergencias despejaron de la cima los árboles carbonizados por el fuego de hace dos veranos o derrumbados por el viento.

De las cuatro capillas rurales que aguardan en los campos y bosques de Ibiza, la de sa Talaia de Sant Antoni es la más reciente y, al mismo tiempo, la que experimenta un mayor grado de abandono. La ausencia de un sendero bien definido que se encarame hasta ella desde los confines septentrionales del pueblo ejemplariza este aislamiento.

Se puede iniciar el camino trazando una línea recta desde el Passeig de ses Fonts por la calle del Progrés hasta que esta muere en el bosque, al pie de la propia atalaya. Luego hay que continuar maleza arriba, sorteando pinos caídos y raíces que sobresalen, y evitando un manto continuo de piedras sueltas, que ruedan por la ladera según se pisan. La distancia es modesta pero el camino no resulta baladí. Hay que atisbar cada paso, ralentizar el ritmo y parar a menudo para no quedar sin aliento, pues la pendiente del terreno es notable.

Árboles caídos

Tras veinte minutos de caminata, se alcanza un depósito de agua, más pequeño que el situado al pie de la colina. La ermita se halla unos pocos metros más arriba, hacia poniente, en medio del claro. Hay tanto árbol caído y leña por hacer, que estos últimos metros también requieren de cierta pericia.

Lo primero que llama la atención de la capilla es su forma de tapa de castañuela, así como la curva que adquiere en la parte posterior -cual horno tangible de una casa payesa invisible-, y el basto gotelé que adorna sus muros, con unas salpicaduras tan gruesas que parecen sanguijuelas. Todo cubierto por un blanco sucio y descascarillado, salvo la semicúpula amarilla que cubre el oratorio por la parte posterior, incluso en peor estado.

En su minúsculo interior, más ancho que profundo, persiste el abandono. A falta de cuadernos donde transcribir ruegos, oraciones y gratitudes, los romeros utilizan las paredes, componiendo un graffiti sucio y eclético de plegarias y letanías. La talla de la virgen no está. La sustituye en la hornacina otra colorida imagen, compuesta de baldosas, y un exagerado ramillete de rosas y amapolas de plástico. A sus pies, una pequeña colección de macetas cuyas plantas sobreviven a duras penas, algunas imágenes baratas y varias piedras, encima de un suelo de baldosas sucias de tierra. Prácticamente invita a salir corriendo.

Bahía a la vista

El antídoto, sin embargo, aguarda en el exterior. Ahora que el bosque ha quedado despejado, ya desde la verja de forja que cierra la ermita, adornada con un rústico perfil de la Virgen, la perspectiva se abre toda la bahía de Sant Antoni: la playa de s'Arenal, sa Punta des Molí, es Pouet, la costa de Cala de Bou y, allá lejos, también sa Conillera. Y al bordearla, el Cap Negret y los campos roturados de un Sant Antoni mucho más despejado de edificios.

Ciertamente, como decía Thoreau, a veces el cielo está bajo nuestros pies tanto como sobre nuestra cabeza.