La fecha, el 7 de marzo; después se cambió al 28 de febrero para, finalmente, no festejarse, aquí, académicamente, creo. Hoy deseo recordar la efemérides con especial gratitud hacia los profesores de ambos centros a quienes tanto debo.

Para celebrar la conmemoración nos reuníamos en la iglesia del Convent. Los primeros bancos estaban ocupados por los claustros del Seminario y del Instituto, presididos, respectivamente, por el rector y el director. A las nueve en punto el obispo Cardona Riera llegaba al templo en un coche negro conducido por en Ric. El prelado se cubría con capa morada y usaba calcetines del mismo color y zapatos con hebilla. Atravesaba la nave abarrotada de estudiantes y mientras se interpretaba la Marcha de los Infantes, él, bastón en mano e impertérrito y sin atisbo de una sonrisa, avanzaba hacia el altar, despacio y solemne, impartiendo su bendición a diestra y siniestra.

Empezaba la ceremonia y don Isidoro Macabich, profesor de religión, apenas podía controlar la situación. No faltaban ni los cánticos ni, por supuesto, la repetida homilía anual sobre el Santo llamado Ángel de la escuela, nacido en 1227 y muerto en 1274. No entendíamos demasiado las vías para explicar la existencia de Dios. Ni las reiteradas citas aristotélicas. La Summa Teologica también formaba parte de la oratoria del día.

El momento más esperado era cuando todos nos disponíamos a cantar el himno en honor al Santo Patrón. De un armonium Xomeu Fornàs arrancaba las primeras notas, acompañadas por el violín, creo recordar, de un tal Seguinet. Y empezábamos, un tanto desafinados, con aquel retorcido hipérbaton:

De tu nombre glorioso la fama,

llena el orbe de sacro fulgor

y la Iglesia, Tomás, te proclama,

de su escuela supremo Doctor

Seguían otras estrofas que hablaban de su cuna mecida por ángeles, de su estancia en Montecassino y de águilas que saboreaban su vuelo, terminando con los interrogantes que el Doctor Angélico planteaba a sus discípulos.

Por la tarde se organizaba una velada literaria y musical en la misma iglesia de Santo Domingo. Todavía recuerdo las intervenciones de Juan Riera Bonet (luego vicario general y, años después, según se decía, casi obispo) o la del malogrado Juan José Tur Serra (prestigioso abogado). Al piano se solía poner un joven formenterense, Antonio Tur Mayans, luego párroco de su pueblo natal, Sant Francesc.

Algunos pasaban de esta celebración vespertina. Muchos alumnos del instituto se iban al Club Náutico, al Mar Blau o al cine Jardín de Sant Josep donde, en mi Preu, organicé un guateque con el consiguiente enfado del profesor de religión del Santa Maria.

Y al calor de este inolvidable instituto y de la mano de su vocacional profesor de literatura, don Antonio Tormo García, alias el Pipiolo, nació Cala Oberta -de la que me ocupo en otro capítulo- y se presentó la Tuna, con las cintas de mi capa estudiantil desfilando por Vara de Rey o haciendo callejeras y nocturnas serenatas.Profesores en la adolescencia vilera

Con la excusa de evocar aquellos tiempos quiero dedicar un modesto homenaje a todos los profesores que tuve en aquellos años de mi adolescencia vilera. Por lo bien que me trataron, por todo lo que me enseñaron y por la educación que me dieron. Ponerlos a todos, imposible. Valgan, como ejemplo, algunos nombres grabados en mi memoria y ligados a mi reconocimiento.

Recuerdo a don José Prats Torres, por sus buenos consejos, sus clases de guitarra y mis primeras nociones de italiano; a don José Cardona Torres, Fumeral, que me introdujo en la lengua latina empezando por las declinaciones y el verbo sum; a don Isidoro Macabich, que durante dos veranos nos enseñó historia de Ibiza haciéndonos descifrar documentos que sacaba de los archivos de la Catedral y municipal; a don Vicente Riera Roig, Palau, mi estimado profesor de literatura, que en julio y agosto, me daba diarias clases particulares de «lengua y preceptiva literaria»; a don Joan Marí Cardona y a doña Ángeles Mayans que me abrieron las puertas de la lengua y la literatura griegas.

Especialmente agradecido estoy a don Vicente Bufí, también profesor de latín, por haber hecho posible que disfrutara de Virgilio y Ovidio (cum subiit illius tristissima noctis imago...); a don Mario Tur de Montis, mi profesor de matemáticas, asignatura en la que yo era un total desastre. Él se esforzaba pero, desesperado, me decía: -Si tú vas al cielo yo, con tal de no verte, no quiero estar allí. Gratitud que deseo hacer llegar hasta don Jesús Núñez Pérez Galdós, militar y profesor de educación física, que me mostraba las gafas de su pariente autor de los Episodios Nacionales. Años más tarde, trabajó conmigo en la conselleria.

Una frase de especial recuerdo hacia don Manuel Sorá Boned por lo veloces que pasaban las horas en sus clases de historia del arte y de la literatura. ¡Cómo soñaba yo en ser un profesor como él! En sus clases vi las primeras diapositivas y en un enorme y pesado magnetofón, de color gris, escuché las voces de algunos jóvenes poetas. Ver proyectados el Partenón, el templo del cabo Sunion o la ruinas de Olimpia, teniendo como suave música de fondo a Albinoni y escuchar historias y mitos en la clara voz de don Manuel, era disfrutar de una enseñanza de calidad y, cual esponjas, embebernos de cultura. Eramos cuarenta o cincuenta en clase (las ratio no debían existir). No había calefacción. Poco material didáctico. Un pobre laboratorio. Ningún gimnasio -nuestros pabellones al descubierto eran s’hortet del Seminario o la plaza del Ayuntamiento con la cruz de los caídos en el centro- pero como no conocíamos otra cosa, nos sentíamos felices y afortunados.