Memoria de Ibiza: Els cordadors de cadires

«Para que su trabajo llegue a ser una silla, el carpintero hace trenzar una cuerda de boga y lleva el armazón de madera al cordelero vecino; este trenza artísticamente el cordel en cuadrados, haciéndolos más pequeños hacia el centro del asiento. Acabadas tres sillas, sólidas, irreprochables, las lleva a can Mestre, en Benimussa, y las presenta, aisladas y en grupo. Y la sala, que hasta entonces parecía vacía, queda cargada de sentido» ‘Hyle. Ser-sueño en España’. Raoul Hausmann.

Cordant el seient d’un
tamboret. pedro coll

Cordant el seient d’un tamboret. pedro coll / Miguel ángel gonzález

Quien tenga el raro privilegio de visitar una casa payesa que todavía mantenga su minimalismo primigenio de vida y usos, al acceder al porxo —sala grande que es zaguán, comedor, distribuidor, lugar de trabajo y de celebraciones familiares—, lo primero que verá es una exposición de sillas de madera, particularmente bajas, de aspecto modesto pero recias, perfectamente alineadas, a punto de revista y como haciendo guardia frente a la puerta de entrada. Es algo que puede sorprender, pero no es mal recibimiento si invitan al asiento. Son las cadires cordades, piezas obligadas en el mobiliario doméstico rural. Alguien podría pensar, por su poca altura, que son reminiscencias de las también bajas asentaderas orientales, siempre cerca del suelo, pero el motivo es otro, más lógico y pragmático: dar acomodo a los usos domésticos del Viejo Mundo, fuese vigilar el hogar debajo de la gran chimenea o facilitar los trabajos innumerables que se hacían en la casa cuando, en los inviernos, los campos dormían, llescar sopes a la vora del foc, esclovellar ametlles, enfilar pebreres, fer corda, llata, senalles, barses, sàrries, cucales, coves o paners, mil trabajos caseros que nunca faltaban.

La armadura de la silla es de una sencillez extrema, cuatro patas con travesaño entre ellas,—els barrerons—, un asiento de enea, espadaña o boga, —bova en Ibiza— y respaldo con travesaño sin adornos porque la esencia de la silla es su función, su utilidad. Y si nos fijamos con más atención en su armadura, vemos que sus patas delanteras no sobrepasan los 40 cm de altura, mientras que las traseras que dan el espaldar tienen un tiro levemente vencido hacia atrás y se quedan en 80 cm o poco más. Los cuatro travesaños que delimitan el culo de la silla quedan cubiertos por la boga, pero dejan a la vista el extremo superior de las patas delanteras que sobresalen dos centímetros del ras del asiento. En su sencillez, la silla ibicenca tiene una perfección absoluta.

Es posible que en Ibiza y Formentera haya todavía hoy quien conozca las artes del cadirer o, en su caso, de la cordadora de cadires, como hay quien aún sabe hacer alpargatas, cestos o nasas marineras, pero son oficios que tienen los días contados. En el caso de las sillas, sin causa justificada. No sólo porque perdemos piezas que, hechas a mano, por más que sigan un mismo patrón, son siempre únicas. Por otra parte, seguimos necesitados de descansar las posaderas, eso no ha cambiado. La cordada de boga en asientos de sillas, sillones, balancines o taburetes, podría tener, a poco que se presentaran con gracia, una segunda oportunidad. Sillones de boga, perfectamente útiles y con un incontestable efecto decorativo los he visto en el mobiliario que en sus casas utilizaban Erwin Broner, Stephan Micus o Josep Lluís Sert. Cabe decir, sin embargo, que el hecho de que la cadira eivissenca fuese común en el mobiliario rural no significa que cualquier payés, autosuficiente en tantos menesteres, supiera hacerla. Por lo que yo recuerdo, lo mismo en el campo que en la ciudad, existían cordadors de cadires, ensogadores que conocían el oficio y lo ejercían a partir de la estructura que proporcionaba el carpintero. Y no sólo encordaban la silla nueva, las más de las veces recomponían asientos vencidos o cordajes rotos.

Era un trabajo que tenía su qué. La boga o bova, (Thypha latifolia), se daba en las zonas húmedas, junto a torrentes, acequias, aljibes o fuentes. Abundaba en las Feixes de Vila, en el río de Santa Eulalia y en es Brolls i s’Estany Pudent de Formentera, pero era de baja calidad y, salvo contadas excepciones, el cordaje ya venía ovillado de Mallorca, desde Alcudia, sa Pobla y s’Albufera. Así nos evitábamos la recolección de las hojas, seleccionar las varas más largas, enteras y limpias, así como el costoso trabajo de manipularlas humedecidas para evitar el riesgo de quebrarlas y poder, como decían, enrevoltillar el brins per fer sa corda.

Una ibicenca en Marratxí

Mestre Antoni Riera Bonet, carpintero jubilado que conoce bien el trabajo de los ensogadores a los que proporcionaba en tiempos el esqueleto de las sillas y a quien visito en sa Calatrava, barrio de Palma que queda entre Mon-sión, Sindicat y Forners, me da noticias de Madò Catalina Tur Roig, ibicenca que desde muy joven se trasladó por amores a Mallorca y que en los años 50 trabajaba con tal maña la bova que se la conocía, como sa Cordadora de Pòrtol, pequeño pueblo de Marratxí, hoy famoso por sus alfares y greixoneres, donde la mujer vivió muchos años. La mujer era capaz de acabar un asiento en menos de dos horas que, en los años 50, podía salir por unas 300 pesetas. Por lo que me dice, era un trabajo que exigía experiencia, pero que se hacía con muy pocas herramientas, «una agulla saquera o punxa de ferro de dos caps que s’utilitzava per xapar ses fulles, estrènyer i col·locar els cordons de bova, s’omplidor que era de fusta i s’utilitzava per posar palla o bova dins el cordat, estisores, s’atascador que ajudava a estrènyer ses tirades de corda per fer—les més juntes i, a temps més recents, alguns feien servir un torn o cordador de fabricació casolana, per fer voltar les cadires que abans s’arrosegaven per terra».

Una segunda oportunidad

Le pregunto al despedirme a Antoni Riera Bonet qué valdría hoy una de aquellas preciosas sillas y no acierta a decírmelo. Se lo he preguntado porque tengo en casa un precioso taburete de enea que, aunque ya tiene el culo descuajeringado, me resisto a jubilarlo. No desisto de poder darle una segunda oportunidad.

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