Materia y aire en un salinero envuelto en sombras

La escultura de bronce de Pedro Hormigo, situada junto a los estanques salineros y el Centro de Interpretación del Parque Natural, rinde homenaje a las cuadrillas de trabajadores que, tras el verano, bajaban de los pueblos a recolectar a mano la cosecha de sal.

La escultura creada 
por Pedro Juan Hormigo. x.p.

La escultura creada por Pedro Juan Hormigo. x.p. / xescu prats

«El problema de ser pobre es que te ocupa todo el tiempo». (Willem de Kooning).

Resulta imposible detenerse en Sant Francesc de s’Estany y visitar la iglesia y el centro de interpretación del Parque Natural de ses Salines, sin fijar la atención en el monumento al salinero, a pocos metros de la tapia, que se eleva levemente sobre los estanques desde una duna poblada de arbustos halófilos, salicornias y chumberas.

La escultura, de tamaño natural, rinde homenaje a aquellos hombres de una Ibiza que ya no existe y que, reclamados por el humo de las hogueras que se encendían llegada la temporada de la recolección de la sal, pasado el verano, descendían de los montes y los pueblos del interior para extraer el mineral del lecho de las lagunas, a golpe de pico y azada.

La escultura es obra de Pedro Juan Hormigo e impresiona no solo por la pátina cambiante adquirida por el bronce fundido, que evoluciona del verde al gris, oscilando entre tonos de ceniza, jade y obsidiana. Tampoco exclusivamente por los detalles hiperrealistas del obrero, desde sus rasgos físicos a los pliegues de la indumentaria, con esa camisa anudada y la cesta de esparto que sostiene sobre la cabeza. Éste último elemento, por cierto, es similar a los que empleaban los auténticos salineros de antaño, cuando el proceso de recolección del mineral aún no estaba mecanizado y cada terrón blanco debía extraerse a mano. La pieza sobre todo destaca por el impactante contraste entre materia y antimateria; una colección de vacíos que aportan la sensación de que en la figura, a nivel visual, pesa tanto el continente metálico como el aire contenido por sus huecos.

Llegada la hora del crepúsculo, cuando los estanques se encienden de púrpura y fuego, el salinero queda inmerso en sombras. Sólo permanecen la silueta de la materia y el negativo de sus oquedades. En ese instante, el salinero siempre me ha parecido que refleja el desgaste de quien realiza un trabajo físico e intenso. Como si el precio a pagar por el esfuerzo cotizara en jirones de piel, fibras, fragmentos de hueso y la energía vital que, en un sentido metafórico, se va perdiendo con el paso de los años; como si fuéramos polvo y parte de él se nos fuera desprendiendo.

Pobreza y orgullo

Pero, sobre todo, el salinero siempre se me ha antojado un símbolo de las dos principales características del ibicenco de antaño: la pobreza vivida, compartida por la inmensa mayoría de los oriundos, que bajaban a trabajar con su cuadrilla en la fatigosa tarea de la extracción de sal porque era la única forma que tenían de ahorrar algo de dinero, y el orgullo, que se refleja en el porte erguido de la efigie, que sostiene con firmeza el capazo.

Más allá del salinero, echando la mirada hacia el sur, se vislumbra el montón de sal, que hoy en día se extrae y transporta con maquinaria pesada, con la participación de tan solo un puñado de trabajadores. El salinero, sin embargo, constituye un recuerdo permanente de la Ibiza que fuimos. Muy especialmente para las nuevas generaciones, que han crecido sin el menor atisbo de aquella isla. Y, además, como pieza artística, constituye un trabajo extraordinario.

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