Robert Graves, un poeta lunar en Deià

Admirado y elogiado por Jorge Luis Borges y candidato al Nobel en 1962, Robert Graves descansa en el modesto cementerio de Deià, a la sombra de un alto ciprés. Su epitafio sólo tiene una palabra: ‘Poeta’

Robert Graves

Robert Graves / DI

Miguel Ángel González

Miguel Ángel González

Robert Graves (1895-1985) se sentía poeta, era poeta y como tal hubiera querido que se le recordara. Sabía, sin embargo, que no sería así, que si la prosa es el ‘cuerpo’ de la Literatura que se ve y se toca, la poesía, es su ‘alma’ invisible, un ámbito íntimo y sagrado, accesible sólo desde la intuición y la vivencia, desde la creencia, el amor y el ensueño. La poesía fue para Graves su verdadera vocación, su sacerdocio, su vida: «Desde que tenía quince años –comenta- la poesía ha sido mi pasión dominante». Graves escribe novelas para pagar las facturas, mantener a su prole y, liberado, dedicarse sin trabas a la poesía.

Pero es también un magnífico prosista, tiene una cultura de amplísimo espectro, una memoria prodigiosa y enamorado del mundo mítico y clásico que conoce bien, crea una narrativa fascinante, sustantiva y de fácil lectura. Algunas de sus novelas son best-sellers, pero dejan en la sombra obras de más alto voltaje, caso de su poderoso ensayo ‘La diosa blanca’ y toda su producción poética, recluida hoy en ámbitos lectores minoritarios. Entre las obras que han llegado al gran público tenemos ‘La hija de Homero’, ‘Rey Jesús’, ‘El vellocino de oro’, ‘El conde Belisario’, ‘Las islas de la imprudencia’, ‘Siete días en Nueva Creta’ y sobre todo, ‘Yo Claudio’ y su secuela ‘Claudio, el dios, y su esposa Mesalina’, obra que la BBC, en una magistral adaptación de Jack Pulman, convierte en una celebrada serie televisiva que da justa fama al escritor, pero no al poeta.

Es lugar común en los comentaristas de Graves recalar en el personaje y su biografía, en sus aventuras, viajes, conflictos amorosos, éxitos y decepciones, aspectos irrelevantes cuando un rasgo de su escritura es desaparecer en ella y que sus novelas se valgan solas. Aquí nos interesa sólo su obra. El único dato biográfico de interés lo tenemos en ‘Adiós a todo eso’, un alegato contra la guerra y un ajuste de cuentas con el puritanismo de la sociedad inglesa que abandona dando un portazo. Por recomendación de Gertrude Stein, en 1929 se establece en Deià, donde vive 50 años, hasta su muerte, con la única excepción del paréntesis de la Guerra Civil.

En un libro delicioso que es una excelente introducción a su obra, ‘Por qué vivo en Mallorca’, explica qué motivos le llevan a la isla: «Su clima tenía fama de ser el mejor de Europa y me aseguraron que allí podría vivir con una cuarta parte de lo que necesitaba en Inglaterra (…) Una vez allí, elegí Deià, un pequeño pueblo de pescadores, productor de aceitunas, situado en la montañosa costa noroeste de la isla, donde encontré cuanto necesitaba como telón de fondo de mi trabajo de escritor: sol, mar, montañas, manantiales y árboles frondosos». El Mediterráneo fue su Utopía, el mar de Ulises y Eneas, de Jasón y las Nereidas, el mar de egipcios, cartagineses, griegos y romanos, un mar de mitos y sueños. 

Dos clases de poetas

Dicho esto, pienso que nos conviene hablar del Graves menos conocido, el vate que transita toda su obra, muy especialmente en ‘La diosa blanca’, donde nos dice que existen dos clases de poetas, los falsos poetas de orientación apolínea, solar y patriarcal, que pueden tener una existencia tranquila y prosaica, y por otro lado los verdaderos poetas que se ven arrastrados por pulsiones órficas y dionisíacas, -Graves se cuenta entre ellos-, poetas que tienen que soportar una cierta locura, arrebatadas cota de pasión y desengaños. Son los extremos que alimentan el genio poético que inspira la ‘Diosa Blanca’ y prefigura la Luna, Astarté, el poder oscuro y terrible del eterno femenino de triple rostro, la Madre compasiva, la Virgen amada y la Muerte. Podríamos decir que la poesía de Graves suspende el tiempo, lo retuerce, lo traspasa y nos lleva a donde la lógica no puede llegar. 

Viaje hacia atrás en el tiempo, ‘La diosa blanca’ es una aventura fascinante, erudita y apasionada, que indaga los orígenes de la poesía en las creencias y mitologías arcaicas de la Europa mediterránea; una reconstrucción del lenguaje mágico de los rituales populares en honor de la diosa Luna; un tránsito que nos lleva desde las simbologías tribales y místicas griegas a las panteístas de bardos y celtas, para terminar con una lúcida sátira de la sociedad actual. Graves nos habla de las primigenias culturas matriarcales que veneraban a una Diosa-Madre y reconocían a los dioses masculinos como hijos y consortes. Fue toda una cultura eliminada por la irrupción del patriarcado que nos impusieron invasores del Asia Central en el periodo minoico, arrebatándole a la Mujer su autoridad, su preeminencia, y elevando a los consortes masculinos de la Diosa a una posición de supremacía divina que reconstruyó mitos y rituales para ocultar el pasado.

Hasta hoy, cuando sigue dominando en nuestras sociedades, escuelas, universidades y religiones, una cultura patriarcal y machista que deja en segundo plano a la Mujer. Retenemos sin embargo en nuestro subconsciente y de forma intuitiva aquella antigua veneración a la Diosa-Madre que prefigura el astro lunar. No importa que lo hayamos pisado, aún nos fascina. Conservamos misteriosamente aquella antigua veneración a la Mujer, única fuente de vida, la Venus fecunda que repite la iconografía prehistórica de las cuevas, donde el elemento masculino, servidor del matriarcado, sólo caza y provee. Graves llega a decir que cierto malestar que se detecta hoy en nuestras sociedades se debe, precisamente, al papel subordinado que se le confiere a la mujer. No es una idea que invente Graves. Es el ‘eterno femenino’ que también proclama Mircea Eliade y que fascinó a muchos escritores al final del siglo XIX. Y, en todo caso, un contexto imprescindible para entrar en el meollo de la obra de Graves.