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Arte&letras

Antoni Marí Ribas 'Portmany': Nadie es profeta en su tierra

Sólo al aislamiento y al desconocimiento se debe que Marí Ribas no sea valorado aún como el gran maestro del dibujo del siglo XX. (Daniel Giralt-Miracle)

Páginas del libro ‘Marí Ribas’, de Daniel Giralt-Miracle.

Ha sido una extraordinaria noticia la donación que Alfons García Ninet ha hecho a l’Arxiu Històric d’Eivissa i Formentera del material que durante muchos años había reunido de Portmany, unos fondos de inestimable valor, a los que, me consta, tenía un gran aprecio. Alfons tuvo un día la amabilidad de invitarme a su casa y mostrarme su sorprendente ‘Arxiu Portmany’, todo perfectamente ordenado en carpetas: cuadernos, dibujos, correspondencia, fotografías, reseñas de prensa, catálogos de exposiciones… Le felicité por su paciente y celosa recuperación, pero no pude dejar de comentarle lo poco que, paradójicamente, la isla había hecho por el artista. A nadie se le escapa –y duele decirlo- que el reconocimiento que ha tenido Portmany, escaso para lo que merece, le vino siempre de personajes foráneos relevantes. Fue el caso del Marqués de Lozoya, catedrático en su momento de Historia del Arte y director general de Bellas artes; y en tiempos más recientes, de Daniel Giralt-Miracle, posiblemente el más lúcido crítico de arte del país, por su formidable estudio de la trayectoria y obra de Portmany, ‘Marí Ribas’, (Ed. Polígrafa, 1978), en la que se recogen más de 700 dibujos del artista.

Por sorprendente que resulte, críticos y estudiosos del arte, nacionales y extranjeros, -caso, entre otros, del crítico francés Guy Selz y el profesor norteamericano Walter S. Cook-, establecen paralelismos entre los dibujos de Portmany y los de grandes maestros como Rembrant, Goya y Daumier. Giralt-Miracle es igualmente categórico: “Marí Ribas sitúa el dibujo en el más alto escalafón de las Bellas Artes. Con la más libérrima voluntad, exalta las posibilidades expresivas de la línea y la mancha, sus dos soportes básicos (…) Portmany toma de los clásicos, Leonardo, El Tintoretto, Van Dyck, Salvatore Rosa y Tiépolo, la lección maestra del trazo seguro y la libertad de composición.

La contundente expresividad del informalismo, su desgarro, su intensidad tachista y la riqueza caligráfica de su gesto, nacen del barroco y culminan en la abstracción. De algún modo, Portmany asimila cuanto el siglo XX produce y le es afín. Vedova, Pollock, De Kooning, Gork, Hartung y Saura, están muy cerca de él”. ¿Qué más se puede decir? Para nosotros, sin embargo, que le vimos rasgar cartones con una caña que de vez en cuando afilaba con una navaja y mojaba en un tintero, recogiendo en un minuto y cuatro trazos la bulliciosa vida de la Marina y los muelles, era sólo un personaje pintoresco y bohemio que no acabamos de entender del todo.

Tuvo que pasar el tiempo para que supiéramos –porque voces autorizadas lo repetían- que entre nosotros teníamos a un dibujante irrepetible, un artista que rozaba la genialidad. Aún así, Portmany no tuvo en la isla el reconocimiento que merecía. No supimos verlo. Ha tenido, sí, algún homenaje, alguna exposición conmemorativa, alguna nota de prensa, pero la ciudad no supo en su momento ni ha sabido después preservar su legado. Nos hemos perdido el Museo Portmany que la isla debería tener. Afortunadamente, el desinterés institucional no ha ido parejo con el sentir popular, que ha conseguido atesorar la mayor parte de la obra de Portmany. Pienso que se hubiera sentido orgulloso de que muchos ibicencos tengan hoy en sus casas sus maravillosos dibujos.

"Portmany estaba dolido de que su trabajo fuera más valorado fuera de la isla, que se cumpliera lo de que nadie es profeta en su tierra"

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En más de una ocasión y en estos mismos papeles, he hecho referencia a las últimas voluntades del artista, que redacta dos días antes de salir de la isla, «por si tuviera algún accidente o muerte durante el viaje». A quienes le conocimos no nos extraña que se trate de un documento autógrafo, manuscrito, hológrafo. Escribirlo de puño y letra le permitía la máxima personalización, la necesaria implicación en un asunto que, por razones obvias, consideraba de su exclusiva incumbencia y de la mayor importancia. Me impresiona cada vez que lo leo. Descubre una vida de sorprendente austeridad, modestia y bonhomía. 

Patrimonio de dibujos

Constatamos que Portmany murió pobre. Todo su patrimonio estaba en sus dibujos que en el testamento reparte con ejemplar integridad: «que el equivalente en metálico de 500 dibujos se distribuya entre los pobres de la ciudad». Y como Sócrates, que antes de morir pide encarecidamente a sus amigos que paguen la deuda que tiene con Asclepio, también Portmany pide que se salden las deudas que tiene con don Miguel de Beistegui y don Rafael Sainz de la Cuesta. Y una apostilla final define su talante: «En mi lápida quiero sólo mi nombre». Vemos, en fin, que Portmany reparte sus dibujos, cien por aquí, cien por allá, entre las personas que han estado a su lado y le han ayudado. Y un detalle significativo, deja «cien dibujos de un cuarto de cartulina a la ciudad de Palma y la misma cantidad y tamaño para la isla de Menorca». Ibiza no merece ni un solo dibujo. La lectura que cabe hacer es evidente. 

A pesar de su incondicional amor a la isla que inmortalizó en su dibujos, Portmany estaba dolido de que su trabajo fuera más valorado fuera de la isla, que se cumpliera lo de que nadie es profeta en su tierra. Tal vez adivinó la desmemoria que también vendría después y que, a fin de cuentas, es uno de los síntomas de descomposición de la ciudad. Me consta que, en determinado momento, hubo personas con un considerable número de dibujos que trataron de legarlos a la ciudad con la condición de que siempre estuvieran expuestos. Y no hubo respuesta. Una falta de visión que nos empobrece. 

Lo cierto es que, todavía hoy, como pedía hace ya muchos años el Marqués de Lozoya, Ibiza tiene con Portmany una deuda pendiente, darle presencia donde siempre estuvo, en las calles de la ciudad, dejándonos una crónica impagable de un tiempo y una vida que ya es sólo memoria, pero que seguimos viendo en sus cartones. Preservar esa presencia nos debería enorgullecer, y bien estaría materializarla en una escultura que lo mantuviera entre nosotros como siempre estuvo, como las que tenemos de Macabich y Villangómez. A poder ser, junto al Mercat Vell, al pie del Rastrillo en el que se apostaba y que durante muchos años retuvo en sus antepechos las huellas de su trabajo, la tinta de sus dibujos.

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