Esta odisea sucedió hace unos días en la isla vecina, Mallorca. Daban de alta en el hospital de Son Espases a mi padre, una persona que pasa de los ochenta años, operado de un sarcoma en la rodilla y sin poder andar. Llega la ambulancia para llevarle al aeropuerto de Son Sant Joan y le pregunta la enfermera al condjuctor: «¿Has traído la silla de ruedas para bajar a este paciente?» Respuesta: «¿¡Silla de ruedas!? A mí no me han dicho nada». Empezamos bien, pensé yo.

Se llamó al celador, que muy profesionalmente llegó con la silla y acompañó a mi padre hasta la ambulancia. Allí me doy cuenta de que tampoco hay ninguna silla, pero bueno, vamos al aeropuerto. Todo bien. Llegamos, aparca y nos dice: «Voy a buscar una silla de ruedas». Nos quedamos esperando mi padre y yo como diez minutos o más, tranquilos, hablando y riéndonos de la situación tan divertida que nos estaba ocurriendo.

A esto que llega el conductor hablando por el móvil y nos dice: «No he encontrado ninguna silla, me tengo que marchar». ¿Cómo? ¿Cómo puede ser que en un aeropuerto tan grande no haya ni una sola silla para mi padre? Me bajo y le digo que ya buscaré yo una. A los cinco minutos o antes ya la había conseguido.

Se va la ambulancia, llevo a mi padre al punto PMR y allí muy amablemente nos atienden.

El problema es que había pocos trabajadores para tanta gente que tenía que embarcar en silla de ruedas al avión. Una señora mayor casi perdía su vuelo, atasco para pasar el control.

Claro está que los trabajadores no tienen ninguna culpa y me pregunto: ¿por qué no ponen más personal para, que a las horas punta, la gente pueda ser atendida con tiempo y tranquilidad, es decir, como se merece.

Íbamos con tiempo, así que no tuvimos problemas a la hora de embarcar. El personal pista, de primera.