Aunque el personaje de Defoe vive a la fuerza y como una desgracia su aislamiento en una isla después de naufragar, Robinsón es hoy el paradójico arquetipo de quienes naufragan en el civilizado medio urbano y buscan voluntariamente su enclaustramiento en una isla. De estos islómanos vocacionales podría decirse que practican un robinsonismo al revés, porque la isla, lejos de ser para ellos un destierro, es una tabla de salvación, su particular Itaca. Se recluyen en las islas de forma intencionada y, en principio, para permanecer en ellas. Que lo consigan o no, depende de las circunstancias y de su talante. Y lo cierto es que hubo tiempos en los que fue relativamente frecuente toparse con personajes que buscaban la soledad en los lugares más peregrinos, pues, no contentos con vivir en una isla, buscaban ´islas´ dentro de la isla. En Ibiza, por ejemplo, recuerdo a una pintora extranjera que vivió en la Torre des Savinar, en es Cap des Jueu; y a Joan de sa Torre, un pescador que se refugió en la Torre de ses Portes, en las Salinas; y al Padre Palau, que vivió sus místicos retiros en el inhóspito Vedrà; y en Labritja, hace ahora cincuenta y cinco años, conocí a un payés que dejó su casa y su familia en Xarraca para vivir solo en una cueva del Caló des Canaret, es iai Marçà, un personaje que aventajaba al de Defoe porque era real: caminaba descalzo por las peñas con la soltura de las cabras, pescaba con un pequeño llaüt, utilizaba un islote (s´Illot) separado de la costa unos 5 metros (sa Regana), cultivaba un pequeño huerto y una viña, fabricaba su propio vino y por un canalillo excavado en la roca al que añadió tres metros de media caña (sa canaleta d´en Marçà) conducía el agua desde un cercano manantial (sa font des Canaret) hasta la misma entrada de la cueva. Son experiencias que se han repetido en todo el Mediterráneo. Y, por supuesto, se dieron también en Formentera.

En los años que digo –los cincuenta del siglo pasado– la pequeña isla era una Arcadia en la que el tiempo se había detenido y fue el lugar elegido por quienes buscaban el contacto directo con la naturaleza, lejos del bullicio urbano, sin otras exigencias que disponer de vestido, comida y techo. Y un detalle que sorprendía en aquellos laicos ascetas es que ninguno respondía al perfil contemplativo que uno hubiera podido atribuirles, pues, cada uno a su manera, se mantenían relativamente ocupados en lo que no dejaba de ser una peculiar rutina diaria. Sé de quien se refugió en una cueva del Cap de Barbaria en la que confeccionaba, con conchas y semillas, pulseras y collares que luego intentaba vender en un mercadillo; sé de quien alquiló un molino harinero y se pasaba las horas pintando cuadros alucinados que nadie le compraba y que un día quemó frente al molino con tal hoguera que acudió la Guardia Civil; sé de quien ocupó la torre de la Gavina y que, según decía, escribía una novela sobre los años en que Formentera fue un nido de piratas; sé de un genial y polifacético artista que en los años sesenta habilitó un pequeño taller en la Mola donde vivió acompañado de una cabra, palomas y un gato que se llamaba Felipe; dibujaba, pintaba, modelaba, esculpía y creaba unas cerámicas maravillosas que a veces vendía y, a veces, regalaba; y sé también de un santón de ceniciento sayal que estuvo varios años recluido en una casa abandonada, dedicado a la meditación y al ayuno como un ermitaño. Y hubo, finalmente, por así decirlo, otras formas más civilizadas de aislamiento pero también robinsonianas. Fue el caso del último farero de la Mola que, además de cuidar la linterna, escribió montones de páginas sobre su retiro en el acantilado y un libro sobre la historia del faro, además de dedicarse a la composición musical con piezas que luego han sido interpretadas por reconocidas orquestas en distintas ciudades españolas y europeas. Y no quiero olvidarme de una última modalidad de robinsonismo, involuntaria y doméstica, que se dio en la isla entre los años cuarenta y cincuenta. Fue el de algunas familias retenidas por destinos ineludibles, fuese cuidar los otros faros de los Freos en l´Illa des Porcs y l´Illa des Penjats, fuese por cometidos relacionados con el Campament, el campo de concentración de presos republicanos que se mantuvo durante unos años, fuese por los trabajos salineros o, incluso, por el mantenimiento de los hidroaviones que, con base en Pollença, de vez en cuando amaraban en s´Estany Pudent.

La vida de estas familias fue también robinsoniana. De algunas de ellas conservo fotografías de su aventura que puede resumirse en sólo dos palabras: sencillez y felicidad. Posiblemente, estas buenas gentes eran las que vivían un verdadero robinsonismo, porque en ellas no había huidas ni búsquedas metafísicas. Las vivencias que explican ahora, muchos años después, se refieren siempre a las pequeñas cosas de cada día: recuerdan la luz de los quinqués, el agua que acarreaban desde un pozo cercano, la distracción de la pesca o de la partida de cartas en la cantina de la Savina, la llegada de la barca que venía de Ibiza con provisiones, el médico del Campament que, sin que importara su condición de prisionero, tenía permiso para salir y asistir a un parto, etc. Y de vez en cuando, también vivían algún acontecimiento que trastornaba sus hábitos. Fue el caso, por ejemplo, de un avión que cayó en la isla y que les proporcionó planchas con las que fabricaron pucheros y cacerolas para toda la isla. Todo aquel robinsonismo verdadero y de primera hora –después llegarían los hippies, que son otra historia– fue un fenómeno con fecha de caducidad porque, en pocos años, las cosas cambiaron: la revolución de los medios de transporte y el turismo de masas hizo imposible que aquellas vivencias robinsonianas se repitieran a partir de los años sesenta. Hoy, aquellas formas de vida son ya sólo memoria, una quimera para quien quiera repetirlas. Nuestras Itacas están sólo en la literatura.