Es la hora de comer en un restaurante de Sant Antoni. La familia Sánchez se reencuentra en una de sus mesas para celebrar las bodas de oro de Pascual Sánchez y Angelita Hernández. El mayor de sus hijos, José Javier, llega el último con su mujer, Lina. Del brazo traen a un hombre bajito, de pelo blanco y cara afable que sonríe a Pascual. Javier le presenta: «Padre, aquí te traigo a un amigo mío de Ibiza». El aludido se encoge de hombros. «Es Benito Vilar Sancho», añade Javier. «¡Mecagüen!», estalla el padre tres segundos después y el hombre recio que es –de esos que nunca permiten que se les atisbe un sentimiento– deja que se le rompa a pedazos la coraza para abrazar, más de cuarenta años después, al hombre que le curó del grave cáncer facial que le devoraba.

José Javier y Pedro, los hijos del zamorano, prepararon el reencuentro durante varios meses, con parte de su familia como cómplices involuntarios de la sorpresa que le preparaban a su padre. El doctor Vilar Sancho operó a Pascual Sánchez en 1966, según las fotografías que aún conservan. En realidad fueron más de 12 intervenciones en un periodo de dos años, un largo calvario en el que la pareja convirtió al cirujano, uno de los pioneros de la cirugía estética y reparadora del país, en su ídolo personal y compartido con el resto de la familia.

Pascual no está para emociones, ya que le aqueja una dolencia del hígado y aconsejan evitarle el esfuerzo de revivir el reencuentro. Pero su hijo José Javier asegura que, en todos estos años, el doctor Vilar Sancho ha estado presente en sus celebraciones familiares como un invitado ausente y esperado. Nunca, desde 1966, volvieron a verse. Aun así, el cirujano «era el héroe» del padre de Javier y siempre se le mencionaba.

El responsable del reencuentro reconstruye su aventura hasta dar con el doctor. Acercándose el aniversario de boda de sus padres, él y su hermano Pedro pensaban en algo especial para una celebración tan única. «Déjalo de mi cuenta, que estoy mirando algo que si sale bien será el regalo ideal», expuso Javier a su hermano, que lo dejó todo en sus manos. «¿Vivirá el doctor Vilar?», se decía Pascual estos años e iba camino de saberlo.

José Javier buscó en Internet y se quedó asombrado de la cantidad de referencias al médico que operó a su padre. No se dejó abrumar y llegó hasta la consulta de Madrid en la que aún ejerce su sobrino, José Vilar Sancho. Preguntó «si aún vivía don Benito» y tras confirmar que sí, se animó a viajar hasta el gabinete, donde habló con la secretaria, que también trabajó para el doctor Benito, cada vez más retirado en su refugio de Ibiza y cada vez menos dispuesto a viajar a la capital.

José Javier asegura que quedó en contarle cómo acaba la historia a la mujer, que lloró cuando le explicó lo que pretendía antes de darle el teléfono de la casa que tiene Vilar Sancho en Cala de Bou, construida por su padre en los años 60. El doctor Vilar se ofrece a ayudarle en la sorpresa: «José Javier me preguntó si viajaría a Zamora o a Madrid, pero yo tengo a mi mujer impedida y le tuve que decir que no podía marcharme dejándola sola», explica él. De todos modos, aquel contratiempo no fue un impedimento para Sánchez: «Si Mahoma no va a la montaña, la montaña irá a Mahoma».

Afortunadamente, una hermana de su padre vive en Ibiza desde hace años con sus tres hijos, entre ellos una ahijada de Pascual, así que José Javier se encuentra con la excusa perfecta para embarcarlo hacia la isla: le dirán a su padre que toda la familia viajará a Ibiza para celebrar juntos sus bodas de plata. Antes, tenía que preguntarle a su madre si el reencuentro valía la pena, teniendo en cuenta que se encontraba algo delicado del hígado: «casi se desmaya y se echó a llorar», rememora José Javier. «¡Dios mío, vamos a volver a verlo! Quiero que tu padre lo vea», le respondió su madre, así que él siguió adelante con los preparativos.

Los Sánchez habían viajado alguna que otra vez a Ibiza, aunque nunca se cruzaron con su cirujano. El reencuentro, en octubre pasado, fue, por eso, más esperado. Inmediatamente se pusieron los tres a recordar momentos de su peripecia, incluso le refrescaron a Vilar Sancho anécdotas y sabores de la época: «Angelita me recordó cuando nos trasladamos del sanatorio de San Nicolás a unas instalaciones más modernas en la Ciudad Universitaria, que eran mejores, pero en las que se comía peor». También le dijo que, de tanto preguntar por Pascual, cuando se veían era el cirujano quien le preguntaba a ella: «¿Qué tal está mi marido Angelita?» Para él el encuentro fue «muy emocionante».

«Hay muchos antiguos pacientes que me envían postales en Navidad, envían turrón o llaman por teléfono para felicitarme después de haberlos operado, incluso una señora que me envía décimos del Gordo y yo, a cambio, siembre le envío lotería del Niño», pero Vilar reconoce que nadie como los Sánchez había hecho tanto por agradecerle sus desvelos. «Siempre he tratado con mucho cariño a los pacientes; aunque teníamos cien camas en la unidad, trataba de hacerles sentir que no eran uno más para nosotros», explica el cirujano, «y esa corriente de simpatía se nota».

Para la familia zaragozana, su intervención marcó la diferencia entre la vida y la muerte, mientras que para el médico fue un caso más de los que recibía en el Servicio Nacional de Cirugía Plástica que dirigía (y fundó) en el Servicio Obligatorio de Enfermedad (el SOE, la Seguridad Social de la época), al que llegaban los casos más graves. «Los desechos de ruedo y tienta, cuando ya nadie se apañaba con ellos, nos los mandaban a nosotros», dice el cirujano. Y fueron miles desde toda la Península.

Afortunadamente para él, las patologías que trataba no tenían una mortalidad tan elevada como en otras especialidades, salvo por los epiteliomas, los sarcomas y los melanomas, incluso los quemados, que sí podían ser fatales: «Teníamos una estadística impresionante de casos de labio leporino atendidos».

José Javier dice que su padre «tenía la cara destrozada por la quimio y la radioterapia». Sin saber bien qué hacer con el epitelioma que padecía, en los hospitales por los que anduvo antes le rociaron de radiaciones y le sometieron a dolorosos tratamientos que no hacían sino agravar el estado de Pascual. Para él y su mujer, el encuentro con el cirujano fue providencial.

Los Sánchez habían emigrado a Galicia en busca de trabajo cuando Pascual enfermó, con un hijo de dos años y otro de seis. Su precaria situación económica les obliga a volver a Zamora, donde no hay medios ni personal para intentar detener el cáncer, así que deben viajar a Madrid. Pascual es ingresado en Guadalajara y Angelita, sin medios, se desmorona en un portal y echa a llorar. Una mujer, cuenta su hijo, se interesó por ella y la dirigió a la pensión Arroyo, donde la acogen y le dan cama y plato. Empieza a trabajar para ellos, creyendo que es a cambio de la manutención, pero casi se desmaya cuando le pagan su primer sueldo, de 1.800 pesetas de la época. Pero la salud de Pascual se sigue deteriorando. Sobrevive pero su cara está cada vez peor por las radiaciones. Pasan nueve meses sin ver a sus hijos y le envían al SOE.

«A este lo salvo yo»

Su padre le ha contado a José Javier que Vilar Sancho se tomó su caso como un reto. El médico explica que, con las técnicas de la época, lo que hizo con Pascual tiene mérito: «Fue una reconstrucción muy grande que requirió también injertos óseos». El epitelioma puede ser basocelular o espinocelular. El primero es curable, que debía ser el caso de Pascual, aunque su cáncer estaba muy extendido y lo más complicado fue extirpar todo el tejido dañado «sin afectar nada vital».

En esa época, antes de la implantación de la microcirugía, un trabajo tan laborioso se hacía mediante colgajos de la zona próxima o en tubulares extraídos del abdomen que había que injertar en lugar del tejido afectado. Los avances en los antibióticos reducían las complicaciones en la reimplantación. «Se le nota la reconstrucción», y el resultado sería mucho mejor hoy en día. El mérito indudable del trabajo que hizo en la cara de Pascual es que su aspecto «no repele». Pero más importante aún, Pascual ha vivido «todos los años (76 cumplidos) que dijo el médico», dice Javier. Ese día vio a su padre, un hombre de los de antes, llorar de agradecimiento y emoción.

«Ahora sí que ya no nos volveremos a ver», le dijo Pascual a Vilar Sancho, que le respondió: «Ninguno hemos hecho nada malo, seguro que nos vemos arriba», antes de subirse al coche para volver con su mujer. «¿Te ha gustado tu regalo?», pregunto José Javier. Con la cara baja, soplando para ahuyentarse las lágrimas de los ojos, su padre no pudo contestarle.