La sal creó ciudades, potenció rutas comerciales entre Europa y África, entre Oriente y Occidente, fundamentó imperios y fue causa de guerras. La sal fue poder. Por eso conviene prologar cualquier comentario que uno pueda hacer de las salinas con un breve apunte de lo que para el hombre ha significado la sal.

En el sudoeste de la isla de Ibiza, poco antes de llegar al pantalán de la Canal y pasada la capilla de Sant Francesc, cuando uno ya transita junto a los estanques salineros, queda a la derecha un camino que se ha salvado del asfalto y que nos deja en una playa sin hollar y de resonancias homéricas, un litoral ciclópeo que, por sus enormes cantos rodados, con razón, llamamos Codolar. A salvo por el momento de las hordas estivales, es un ámbito que vemos como hace milenios y que, eso sí, proporciona al cercano aeropuerto el mejor diorama que uno pueda imaginar, un espectáculo que no está sólo en el deslumbramiento que provocan las salinas en sus cuadriculados espejos, sino en las insólitas emergencias piramidales de los depósitos salineros, níveos pináculos que adquieren un extraño relieve sobre el telón de fondo de los pinares. Si no supiéramos de qué se trata, las montañas de sal, por su blancura, como montones de nieve junto al mar, serían una visión que quedaría fuera de lugar. El caso es que, en una curva del camino, poco antes de llegar al Cap des Falcó y al pie de una colina, las salinas ibicencas acumulan, en una enorme plataforma, la cosecha del último verano. Esta acumulación de sal es siempre formidable en los otoños y crea un monumental cono iridiscente, rosicler, con trazas azules y verdes, más blanco en el mordiente que las máquinas dejan en sus flancos y que llevan la sal a las muelas para refinarla y embarcarla en algún carguero de estrambótico nombre. Su destino estará, posiblemente, en las factorías escandinavas de salazones, donde este mar nuestro, solidificado, por su pureza, se tiene en gran aprecio. En este sorprendente mar petrificado de las salinas ibicencas, cogí hace algunos años un bloque de sal trapezoidal, irregular, de un leve tono rosado. Lo conservo en un rincón de mi casa y, antes de escribir estas notas, lo he mirado con atención a contraluz, lo he sopesado, le he dado un afectivo lametazo y, como no podía ser de otra manera, todavía sabe a mar. Es una piedra de singular asimetría que, mirándola de cerca, descubre un universo de minúsculos prismas del tamaño de granos de arroz caprichosamente amalgamados que mantienen una absoluta precisión ortogonal y dejan entre sí intersticios vacíos en la piedra que, para su tamaño, resulta relativamente ligera. El bloque de sal es, en fin, una prodigiosa fusión de cristales de exacta geometría que parecen esculpidos por un sabio orfebre submarino. No es extraño que Platón considerara la sal un regalo de Neptuno, una sustancia divina. Traslúcida y opalina, la piedra de sal se ve como alabastro, como cuarzo blanco. Es como si tuviera en mis manos la auténtica esencia del Mediterráneo, un trozo de mar.

Plantearse cuándo empezó el hombre a cultivar el mar para obtener la sal es una mera curiosidad porque tuvo que buscarla siempre por necesidad. La precisaba, aunque no lo supiera, para mantener en orden su metabolismo celular. Hoy sabemos que nuestro cuerpo retiene, aproximadamente, 250 gramos de sal. Por eso es salado el sudor, la orina está cargada de sales y las lágrimas saben a sal. Lo primero que un deportista necesita para reponerse cuando ha realizado un esfuerzo importante no es comida, sino agua con un buen concentrado de sales. Por lo tanto, igual que todavía hacen los animales que instintivamente buscan con su lengua la sal en las piedras, el hombre primitivo también tuvo que buscarla. Y la descubriría, sobre todo, en las oquedades que tienen las rocas junto al mar, (los cocons eivissencs), hoyos que llena el oleaje y en los que, al evaporarse el agua, queda siempre una costra de sal. Nuestros payeses, en los tiempos antiguos, si vivían cerca de la costa, no compraban la sal, sino que la recogían en los litorales. Mucho antes de aprender a cultivar el mar, el hombre habría sido recolector de sal en sus orillas.