Tribuna

Gracias, queridos libros

GRACIAS, QUERIDOS LIBROS

GRACIAS, QUERIDOS LIBROS / Pilar Bonet

Pilar Bonet

Eran cincuenta céntimos o tal vez llegaba a una peseta? No recuerdo ya cuál era la tarifa semanal por la que a principios de los años sesenta yo tomaba prestados, de hecho alquilaba, aquellos apasionantes libros que me abrían rutas de fantasía. ‘Nuestra Señora de París’, de Víctor Hugo, ‘Las aventuras de Tom Sawyer’ de Mark Twain, ‘Historia de dos ciudades’, de Charles Dickens, ‘20.000 leguas de viaje submarino’, de Jules Verne o ‘Historias extraordinarias y aventuras de Arturo Gordon Pym’, de Edgar Allan Poe, entre otros.

Aquellos títulos, de la serie Biblioteca de Grandes Novelas, de la editorial Ramón Sopena, estaban encuadernados en tapas rojas y llevaban los títulos y los nombres de sus autores grabados con letras doradas. Al abrirlos, el lector encontraba una ilustración coloreada sobre algún episodio clave del relato que, ya por entonces, discurría por páginas amarillentas.

Descubrí aquel tesoro en la biblioteca del Casino de Ibiza, donde mi padre solía pasar sus tardes libres jugando al ajedrez, mientras otros socios echaban partidas de cartas o de dominó y yo, olvidada de todos, me distraía leyendo La Codorniz en alguno de los sofás de terciopelo granate que amueblaban el establecimiento.

El conserje, responsable de los préstamos de la biblioteca, era un hombre ya maduro, de tez clara y cabello pelirrojo, o así lo recuerdo ahora. Llevaba un traje marrón con chaleco y rellenaba el recibo del préstamo con meticulosidad. Él era quien poseía las llaves de las vitrinas que abría para entregarme aquellos clásicos internacionales de tapas rojas o las obras de Carmen Martín Gaite, Miguel Delibes, Carmen Laforet y otros premios Nadal de los años cuarenta y cincuenta.

¿Una peseta? ¿Cincuenta céntimos?

El conserje era sordo y siempre parecía enfurruñado. Yo pagaba y me llevaba el libro de turno, pero antes de comenzar su lectura debía cumplimentar un ritual impuesto por mi madre, que sometía el libro a cuarentena, es decir lo ponía a ventilar en la terraza para que se liberara, según decía, de todas las miasmas, microbios y virus de aquel centro de ocio donde el humo de los puros, cigarros y cigarrillos de jugadores, lectores o tertulianos lo impregnaba todo, desde la ropa a los cabellos.

Completado el procedimiento purificador, yo, convertida en un ovillo en el fondo de un sillón, me fundía con los protagonistas de aquellas páginas plagadas de aventuras, crímenes, adulterios, descubrimientos e intrigas. Me apasionaban las andanzas de Rocambole, sufría con el tío Tom y me apenaba Cuasimodo. Devoré lo que cayó en mis manos de forma desordenada y viajé con libertad por universos imaginados sin que nadie fiscalizara mi relación con ellos. Fue un gran regalo.

La biblioteca del Casino había desaparecido ya de mi vida cuando marché a estudiar fuera de Ibiza, pero en ocasiones, cuando llegaba a la isla por mar y el barco entraba en el puerto, yo, desde la cubierta, oteaba los balcones del Casino y me preguntaba qué habría sido de aquella biblioteca que tanto había avivado mi curiosidad.

Fuera de la isla, en otras realidades, la biblioteca del Casino de Ibiza irrumpió en mi vida de forma inesperada en una ocasión. Fue en el verano de 1996 en Bolshie Kotí, un pueblecito de las orillas del lago Baikal, en Siberia. Era una tarde espléndida y la barca de pescadores que me llevaba de paseo por el lago atracó en aquella pequeña localidad, que había evolucionado desde su origen como asentamiento de buscadores de oro en el siglo XIX a colonia de veraneo familiar de la región de Irkutsk.

Mientras deambulaba por la silvestre ribera del lago, de repente vi el letrero en la fachada de una modesta casita de madera que parecía surgida de un cuento de hadas: «Biblioteca». Me asomé. Dentro, unos niños estaban formalizando el préstamo de ‘Ivanhoe’, la novela histórica ambientada en la Edad Media del autor decimonónico escocés Walter Scott. En los estantes se alineaban obras de Dickens y Verne. Entre la biblioteca del Casino de Ibiza y la de Bolshie Kotí mediaban casi ocho mil kilómetros y de mis experiencias personales en ellas, más de treinta años, pero aquellos niños rusos de principios de los noventa se llevaban prestados a sus casas los mismos libros que yo había llevado a la mía. El tiempo y el espacio se fundieron. Yo era aquellos niños y aquellos niños eran yo. Nos unían los mismos autores, los mismos héroes, las mismas aventuras.

Este año, en vísperas del Sía del Libro, me atreví a ir al Casino de Ibiza. Era una deuda pendiente. Las novelas con las que conviví en mi infancia se conservan aún en unas librerías acristaladas que las protegen del polvo. Fui más allá de mis lecturas infantiles. La vida del Casino es más larga que la mía y en sus vitrinas encontré ‘El Mundo en 1908’, un conjunto de reseñas de «todas las naciones», incluido el Imperio Ruso y la lista de sus representantes diplomáticos en España, uno de ellos en Ibiza. Encontré también una gramática catalana de 1915 prologada por Antonio María de Alcover las obras de Ramón Llull en una edición de 1917 y las actas del XV congreso de la Federació Agrícola Catalana-Balear, celebrado en Ibiza en mayo de 1912 con sus ponencias sobre la administración de abonos y el programa turístico de los delegados llegados de Barcelona. Así pues, las estanterías cerradas donde se alojan estas joyas aún tienen algo que contar a quien quiera bucear en ellas.

Al hojear los tomos con títulos dorados que tanto disfruté tuve la extraña esperanza de encontrar una nota o una carta que yo hubiera dejado olvidada entre sus páginas. Pero no hallé ningún mensaje de aquella lectora infantil, ni un recibo de préstamo ni una postal.

Hoy, con ocasión del Día del Libro quiero darles las gracias a aquellas novelas por haberme acompañado en esta isla como acompañaron a muchos otros niños en otras islas y en otros continentes, entre ellos los siberianos de Bolshie Kotí. Gracias, queridos libros por habernos abierto las puertas de mundos desconocidos, por habernos sumergido en los relatos y sueños que forman un espacio de comprensión y de referencia común entre nosotros. Fin.

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