Lugares emblemáticos de Ibiza: los 23 abonados de Ca n’Alfredo

El nonagenario restaurante del paseo de Vara de Rey celebra un encuentro de hermandad con 23 de sus antiguos abonados, clientes que entre los años 60 y 90 pagaban una cuota mensual por comer y cenar: la comida era «excelente», pero el trato, «mejor aún»

José Miguel L. Romero

José Miguel L. Romero

Marzo de 1965. Pep Garau, alias Bono, llega desde Palma a Ibiza en «una barcaza, porque no se podía llamar barco a aquello», el ‘Ciudad de Algeciras’. Desembarcó mareado, tras sufrir un temporal que «rompió varios ojos de buey e inundó camarotes». En el puerto le esperaban dos empleados del Crédito Balear, donde trabajaría desde el día siguiente. Primero le llevaron a la habitación que la entidad le prestaba. Estaba en un piso que contenía un total de cuatro habitaciones y una cocina. No había ducha. Para lavarse se las ingeniaron como pudieron: enchufaron un termo de tres litros a una manguera, que sacaban a la terraza y colgaban con pinzas de la cuerda de tender la ropa. «¿Y dónde se come?», preguntó a su compañeros tras ver su nuevo hogar. A 50 metros, en Ca n’Alfredo, le aconsejaron, donde también iban ellos y donde, como a ellos, Joan Riera le convirtió en «abonado».

Los abonados eran clientes que pagaban una cuota mensual en Ca n’Alfredo por comer y cenar. Incluía tres platos a elegir, postre, pan, vino y agua. Liquidaban a final de mes, «cuando cobraban». Ayer, Riera celebró una comida de hermandad en su terraza con 23 de aquellos abonados a los que sirvió entre los años 60 y 90.

«Esto —cuenta Riera— ya lo hacía antes mi padre. En su tiempo había notarios, militares, secretarios del Ayuntamiento, mucha gente que venía aquí para no tener que cocinar en su casa, bien porque estaban solos o porque su pareja también trabajaba. Tenía una veintena de abonados». Si el abonado fallaba un día, «se le descontaba... Si avisaba, claro». «Podría escribir un libro» con todo lo que vio en esa época, asegura. Ayer tocó a aquellos abonados escribir algunas de sus páginas.

«Pacté un precio con Joan», cuenta Garau. 5.000 pesetas al mes: «Era el 50% del sueldo que tenía entonces». Luego se lo subieron, pero no le importaba que se llevara tanto dinero porque «la calidad era muy buena» y, sobre todo, porque el trato era excelente, algo en lo que coinciden todos los asistentes a la comida de ayer: «Forjamos una amistad que perdurará para siempre», afirma el «veterano» de los abonados, como le llama cariñosamente Riera. Garau asegura que aprendió mucho de él: «Su dinamismo, cómo controlaba el negocio y a los camareros». Comió y cenó en Ca n’Alfredo durante tres años. Siempre que viene desde Palma va a verlo al restaurante: «Y le traigo camaiot, que le encanta».

El grupo de los bancarios del Santander.

El grupo de los bancarios del Santander. / Toni Escobar

El abuelo abonado

Basta ver la cara de Pedro Hernández Ordinas para saber que él nunca comió en aquellos años 60 o 70. Demasiado joven. Es nieto de Tomeu Ordinas, l’Amo Pep, que murió no hace mucho. Quiere conocer a los amigos de su pariente. Ordinas vendía vehículos Simca en Ibiza y se sentó durante «unos 40 años a las mesas de Ca n’Alfredo», cuyo propietario le compró todos sus turismos: «Yo tenía un 600 cuando le compré un Simca 1.200, y luego otro, y luego un Chrysler, y luego un Peugeot», cuenta el restaurador. Aterrizó por primera vez en la isla en 1966: «Venía el lunes y se iba el viernes. A veces dormía en un barco que tenía en el Náutico de Ibiza.

«Forjamos una amistad que perdurará para siempre», afirma el «veterano» de los abonados, como le llama cariñosamente Riera

Al menos cinco exbancarios del Santander acudieron a la cita. Llegaron a la isla «entre 1974 y 1975» tras aprobar una oposición: «Juanito nos acogió estupendamente. Y comimos día y noche aquí hasta que todos nos casamos», aproximadamente durante unos cuatro años por barba, cuenta Miguel Ayala, de 70 años, que vino desde Burgos. Le acompañan Ricardo García (74 años, de Sevilla) y Baltasar Merchante (79 años, de Guadalajara). También abonaban mensualmente 5.000 pesetas, pero en el caso de estos tres esa cantidad suponía «un tercio del sueldo», pues cobraban unas 16.000 pesetas inicialmente, que en poco tiempo pasaron a 25.000 gracias a «un plus de insularidad del 33%» que, según comenta uno de ellos, «fue abolido en 1982».

33% de insularidad

Riera, cliente del banco, con sucursal en la calle Ignasi Wallis, a tiro de piedra, les «acogió». Comer allí era «muy cómodo», pero lo que más destacan era «el trato y la comida». Esta era abundante: «Pero teníamos 20 años y lo quemábamos todo». José Manuel Esteve era uno de aquellos bancarios de la hornada de 1975. Tenía 21 años de edad y también recuerda haber pagado el mismo precio por el abono, así como aquel 33% de plus de insularidad que ya quisieran actualmente muchos funcionarios. Se nutrió de los menús de Ca n’Alfredo durante nueve años, hasta que, imaginen, contrajo matrimonio.

«¡Mirad quién viene! ¡Ya estamos todos!», exclama emocionado Riera. Se refiere a Mario Ormaechea, ahora entrenador de la Penya Independent (y agente de la Policía Local de Santa Eulària) y que en 1991, cuando aterrizó aquí, jugó con la SD Ibiza, de la que Riera era directivo. De ahí que ayer hubiera tantos futbolistas en el encuentro. A su lado está, precisamente, Vicente Fernández, también ex de la SD Ibiza que procedía del Eldense (Ormaechea, del Linense). Recuerda que en su época pagaban 35.000 pesetas mensuales por comer y cenar en Ca n’Alfredo: «Salvo el primer año, que no pagué nada». Riera le trataba «como a un hijo».

Joaquín Herrera fue otro futbolista de la SD Ibiza, un lateral derecho al que Riera abonó a la banda diestra del restaurante. Natural de Coria del Río (Sevilla) y procedente de una familia de futbolistas, llegó a la isla tras jugar en el San Fernando y en el Écija. Pasó cuatro años en Ibiza y dos jugando en el Mallorca. «Tengo dos hijos ibicencos», confiesa. Una trabaja en un conocido hotel de lujo de Platja d’en Bossa. A su lado se sienta Francisco Sevillano Cuevas, otro dedicado al balompié en sus años mozos. Cree, pues no se acuerda bien, que en esa época pagaban unas 3.000 pesetas por «comer, cenar y dormir en la pensión» que Joan Riera tenía en una calle cercana: «Y ganábamos 9.000 pesetas», añade, en este caso con más certeza en la cifra. «Éramos de la familia. Todos éramos de la familia», subraya. Y con ese «todos» se refiera a los abonados, sin excepción, que se juntaban en Ca n’Alfredo. Ayer acudieron 23, dos de ellos con problemas de Alzheimner, cuya presencia fue lo que más emocionó a Riera.

«Como hermanos»

Tolo Darder, otro futbolista, entrenador y director deportivo, se encarga (se lo ha encargado directamente Riera) de tachar con rotulador naranja quién asiste. Sólo aparecen en la hoja sus nombres, motes o un apellido, en mayúsculas. La parte inferior del folio está dedicada a quienes han excusado su presencia: un comandante de Iberia, un bancario, un agente de seguros, otro de publicidad, un futbolista… Darder desembarcó en Ibiza en 1966, es decir, es de los veteranos: «Y me quedé». Comió durante siete años en Ca n’Alfredo, hasta que, como ocurrió en otros casos, se casó. A él le cobraban 1.000 pesetas al mes. Es el único que recuerda claramente cuál era el plato que más le gustaba del menú semanal: «La paella. La ponían todos los jueves. Todos los jugadores esperábamos que llegara ese día». El exjugador recuerda que en Ca n’Alfredo también comían los equipos rivales que venían a jugar a Ibiza: «Para los futbolistas, era el lugar más emblemático de la isla». Se siente «como un hermano» de Riera.

Riera recibe a Mario Ormaechea.

Riera recibe a Mario Ormaechea. / Toni Escobar

El plato que más gustaba del menú semanal a Darder era la paella: "La ponían todos los jueves. Todos los jugadores esperábamos que llegara ese día»

El alicantino José Ferrá, sin embargo, era ganadero y trabajaba en el matadero. Aquí vendía ganado con su padre, con el que llegó por primera vez en 1964, cuando él tenía 14 años. Comida, cena y pensión le costaba 1.000 pesetas mensuales como abonado.

Armando Castilla, Tito, recuerda nítidamente cuando llegó por primera vez a Balears desde su Uruguay natal (donde jugaba en el Atlético Tanque). Aterrizó en agosto de 1961 en Mallorca (para jugar en el Constancia) con un abrigo de vicuña (un camélido) colgado de un brazo. En su país era invierno; en Son Sant Joan el mercurio marcaba 40 grados a la sombra. Como para olvidarlo. En 1966 viene a Ibiza para jugar en la SD Ibiza. Comió cuatro años de la cocina de Riera: «Era un lugar muy familiar, tanto que en Navidad cenaba con la familia de Juanito. Me dieron una acogida espectacular». En el restaurante aprendió a hablar «en eivissenc», que aún recuerda, tan claramente como aquel gol de cabeza que evitó el descenso de su equipo y que explica deslizando los dedos por el mantel y regateando al tenedor y al plato hondo.

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