La subsistencia del negocio de Manuel de la Esperanza depende, ahora mismo, de si su banco le confirma un crédito. El tercero. Si se lo dan, podrá pagar la última nómina a sus dos trabajadores, algo que tiene pendiente —«por primera vez en mi vida»— en la Seguridad Social y aguantar el local y los suministros básicos de un bar cerrado hasta la incierta próxima temporada. Si no se lo conceden, su querida La Grifería, el local que montó con ilusión y cariño hace ahora 15 años en Platja d'en Bossa, se convertirá en una etapa cerrada de su vida.

«Cerrados sin ayudas. Perdonen las molestias», se lee en los carteles que desde hace más de una semana cuelgan de las persianas ya bajadas del establecimiento. Éstos han sustituido al mensaje que, manuscrito en una de las pizarras con las sugerencias del día, presidía la soleada terraza de la avenida Pere Matutes Noguera: «No se pueden exigir impuestos si prohíbes tener ingresos».

Aún tenía abierto, contra covid y marea, la primera vez que, hace unos días, desesperado por la situación, se le pasó por la cabeza lo de 'hasta aquí hemos llegado'. Se plantó frente a su casero, el propietario del local, con la intención de entregarle las llaves, darle las gracias por el apoyo mostrado en estos últimos tiempos y prometerle que, en cuanto pudiera, le abonaría los últimos meses. De aquel encuentro salió con las llaves de su bar, con una mano amiga y con un mensaje de ánimo. «Todos nos estamos ayudando. Unos a otros. Todos menos quien debería hacerlo, que no está haciendo nada», señala Manolo con una desazón nada habitual en él. «Esto es una tragedia para los hosteleros», indica.

Manolo cerró su bar unos días antes de que el Govern decretara el cerrojazo de toda la restauración de la isla al entrar en fase 4 de riesgo extremo por coronavirus: «Ya estuvimos un mes sólo con la terraza, pero no hacía este tiempo tan salvaje y tan frío, así que cerré». El año para Manolo, como para tantos otros pequeños empresarios de la isla, ha sido demoledor. Habitualmente tenía nueve trabajadores contratados. Este año han sido apenas tres. «Eso son seis familias a las que el bar ha dejado de dar de comer», reflexiona.

De baja

En las últimas semanas —«a perro flaco todo son pulgas»— tuvo que contratar a una cocinera para cubrir su propia baja, después de romperse la clavícula en un accidente. «Como autónomo, estar de baja, me supuso nuevas pérdidas sumadas a las que ya arrastraba. Una puñalada», indica antes de hacer las cuentas: de baja cobra «entre 600 y 700 euros al mes», pero durante ese tiempo debe seguir pagando la cuota de autónomo de «algo más de 300 euros», por lo que le quedaría, de sueldo, menos de 400 euros mensuales. Quedaría, en condicional, si no fuera porque tener que contratar a una cocinera para cubrir su baja le supone 2.100 euros mensuales. «600 de Seguridad Social y 1.500 de sueldo», detalla.

Con el cierre del bar, explica, la cocinera volvió al paro y ha tenido que mandar al camarero que le ha acompañado en este durísimo año, Douglas, a un ERTE. «Seguimos pagando. No hay descuentos en las facturas de suministros como la luz o el gas. Y este año, en mi caso, con jornadas interminables de trabajo he facturado un 20% del año anterior. Nos ahogamos, no aguantamos», explica Manolo. Siente impotencia. Y frustración. «Es que después de nosotros van los proveedores. Muchos ya tienen a bastantes trabajadores en ERTE», indica.

El actual es, sin ninguna duda, el peor momento que ha vivido tras la barra de su negocio. «Ha habido malas rachas, como la crisis del 2008. Entonces se rescató a la banca a fondo perdido con miles de millones del Estado. Ahora a nosotros no nos rescata nadie. Al revés. Nos suben la luz, nos suben el gas, nos suben el autónomo. Quienes deberían ayudarnos, en vez de hacerlo, nos aprietan más», comenta este hostelero, que destaca lo «afortunado» que es al no tener familia.

«Yo estoy solo y estoy asustado y agobiado. No quiero imaginarme cómo estaría si tuviera dos niños correteando por el salón que dependieran de mí. Pero así está mucha gente. Estamos desesperados y mientras nos hundimos y nos vamos a una ruina real, de no poder pagar lo mínimo para subsistir, ves que los políticos, da igual el partido, sólo hacen como dice la canción italiana: parole parole parole...», apunta.

El hostelero no entiende que se haya «demonizado» al sector. Especialmente después de los costes que les ha supuesto adaptarse a las exigencias que, así como avanzaba la pandemia, les pedían: «Los medidores de CO2, las mamparas, quitar mesas para mantener la distancia, el gel hidroalcohólico, las garrafas de desinfectante que cuestan 30 euros...». «Mientras a ti te exigen todo esto pasas por algunas tiendas y ves que ni se controlan los aforos ni las distancias en las colas ni que los clientes se pongan gel al entrar. Y al mismo tiempo que a ti te obligan a cerrar ves que en un partido de fútbol en Can Misses se pueden juntar 1.500 personas», critica.

El empresario asegura que jamás se hubiera imaginado que los pequeños restauradores se verían en esta situación: «Los que nos dedicamos a esto somos duros, luchadores. Al fin y al cabo la hostelería es el paso siguiente de la esclavitud, pero ahora mismo muchos de nosotros no podemos aguantar quince días con los negocios cerrados y sin ayudas reales, que de verdad permitan salvar los negocios y los puestos de trabajo».

Si consigue mantener su querida Grifería viva hasta que acabe el frío, es consciente de que la temporada que viene será dura. «Peor», incluso, que la de 2020. «Quiero ser optimista, pero...», indica Manolo que, en principio, irá a la manifestación convocada por la Associació de Bars i Restaurants d'Eivissa (ABRE) el próximo 20 de enero «siempre que se autorice y que se respeten las medidas de prevención». Confía, o quiere confiar, en que quienes toman las decisiones les escuchen. Y hagan algo útil. La esperanza, a pesar de todo, no la pierde. «La llevo en el apellido», recuerda.