Las primeras zambullidas tuvieron que ser torpes, breves y desalentadoras. Al atrevido buceador le escocían los ojos, le dolían los oídos y su visión en el agua era borrosa. Pronto comprobó, sin embargo, que si cargaba un peso descendía sin esfuerzo, más deprisa y a mayor profundidad. Y que si tragaba aire en el descenso disminuía la punzada en los oídos. Se había descubierto la inmersión en apnea. La mala visión se superaría después con una mascarilla de cuero impermeabilizado con grasa en la que encastró una placa de pasta vítrea.

No puede extrañarnos cuando está arqueológicamente probado que ya en la Edad del Hierro y en el levante mediterráneo existían vidrieros que, mezclando silicato, calcio y sodio, continuaron una tecnología de vidriado que, originada en Mesopotamia, pasó a Egipto, Fenicia, Grecia y Roma. Abunda la epigrafía que habla de los vidrieros de Aquilea, Borgo, San Donnino, Carezanna, etc., muy capaces de conseguir delgadísimas láminas de vidrio traslúcido como el que podemos ver en numerosos objetos, caso de la copa hallada en la tumba Bernardini de Preneste (s.VII a.C) que se conserva intacta en el Museo Arqueológico de Villa Giulia de Roma. Con aquel primitivo vidriado pudieron construirse toscamente las primeras gafas submarinas que ya usaron buceadores en las Guerras del Peloponeso con finalidad militar.

En un bajo relieve del palacio del rey asirio Asurbanipal vemos guerreros sumergidos y lastrados que cargan unos odres de carnero con el aire que les permitía respirar. Eran los Urinatores que describe Publius Flavius Vegetius en 'De re militari'. Dando un gran salto, tenemos otras formas de inmersión en Leonardo da Vinci que dibuja una extraña caperuza, guantes palmeados, aletas natatorias y una manguera de respiración conectada con la superficie. Luego llegó la campana de aire invertida que, al mantener una bolsa de aire, permitía permanecer más tiempo sumergido al buceador. Y se utilizó, incluso, un tonel impermeabilizado en el que iba el buceador que sacaba los brazos por unas mangas ajustadas de cuero, respirando por un tubo que le aportaba aire que luego expelía por la parte baja del barril.

Primera escafandra

Es bien entrado el siglo XIX cuando Augusto Siebel consigue la primera escafandra que anticipa las más evolucionadas de Siebe Gorman y otros modelos que ya se parecen a las que pudimos ver en nuestros muelles al inicio de los años 50, acompañados de una aparatosa indumentaria que aún estaba lejos de eliminar los riesgos que conllevaba la inmersión, fuese por fallo del compresor que bombeaba el aire, problemas de la manguera, estanqueidad del traje o defectuosa evacuación del aire. Trabajos de los buzos eran la inspección y reflote de buques hundidos, recuperación de cargas valiosas, mantenimiento y reparación de cables eléctricos y emisarios, colaborar en obras portuarias, etc.

Evidentemente, los equipos de buceo cambiaron después radicalmente con la escafandra autónoma, pero el trabajo de los buzos que recuerdo en los años 50 y 60 resultaba inquietante. Era inevitable el corrillo de curiosos que nos arremolinábamos en el muelle para ver las inmersiones. Se notaba la tensión de los operarios que ayudaban al buzo a embutirse en aquel pesado traje de lona recubierta de caucho, a colocarse los plomos de lastre y a calzarse unas pesadas botas con suela también de plomo y refuerzos de bronce en la puntera que pesaban ocho kilos cada una y que le daban al buzo aquel caminar lento y pesado, con el cuerpo vencido hacia delante, tal como habíamos visto en alguna película.

Aquellas botas eran imprescindibles para que el buzo caminara con seguridad y, nunca mejor dicho, con aplomo. De ellas proviene, cuando una situación implica riesgo y exige precaución la frase «conviene caminar con pies de plomo». Abrigado con un grueso jersey y un gorro de lana, daba no sé qué ver al buzo metido en aquel extraño mono, cubierta la cabeza con aquella escafandra semiesférica de cobre con tres pequeñas mirillas circulares, que con un sistema de media vuelta y 10 o 12 tornillos se ajustaba a una esclavina metálica pectoral que, en la parte superior del traje, también cubría los hombros.

El aire, bombeado con una manguera desde un compresor situado en una barca o en los muelles, -con más presión si aumentaba la profundidad de trabajo-- entraba en el casco por una válvula anti-retroceso que estaba en la parte trasera del casco y se expulsaba por un espita lateral de la escafandra. Atada a la cintura, el buzo llevaba una cuerda-guía que servía para dar avisos a quienes en la superficie cuidaban del compresor. Un tirón significaba que todo andaba bien; dos, exigía más aire; tres, menos aire; cuatro, subir; y cinco, peligro.

Yo andaba entonces leyendo 'Veinte mil leguas de viaje submarino', de Verne, y me imaginaba al buzo en la oscuridad de las aguas, viendo los peces que se le cruzaban por las mirillas y rodeado de un silencio en el que sólo oía su propia respiración y el burbujeo del aire que nosotros, con una angustia que intentábamos disimular, veíamos explosionar en la superficie.

Anclas cruzadas

Recuerdo perfectamente la intervención que hicieron para separar las anclas de un mercante noruego y del correo 'Rey Jaime I', que al atracar en el mismo centro de la bahía habían cruzado sus cadenas. Algo muy parecido a lo que pasó no hace mucho, el 27 de enero de 2018, cuando varios buzos trajinaron más de cuatro horas para liberar el ancla del ferry 'Juan J. Sister', atrapada en los fondos del dique de Botafoc.