Tres años de palizas. Hasta que un día la cogió por el cuello y apretó. Asfixiándola. Ella creyó que la mataba, pero aún no sabe cómo, escapó. Salió huyendo de la casa que compartía con su marido, con el que se casó a los 20 años. «Corriendo y sin mirar atrás», afirma. No tenía ropa -«salí con lo puesto»- ni familia en la que refugiarse. Acabó en un piso de acogida. Eran los años 90, España no tenía Ley de violencia machista y afirma que no recibió apenas ayuda.

Estuvo tres meses en la vivienda, de donde la echaron, indica, porque tenían preferencia las mujeres con hijos. Recuerda, además, la vergüenza que le daba explicar su situación. Los golpes, los gritos, las humillaciones. En el piso protegido conoció la historia de otras mujeres. Una rumana muy jovencita a la que su pareja apalizaba y una cubana a la que su marido, de Ibiza, molía a palos. Le costó encontrar trabajo. Los últimos años, él le había ido cortando las alas también en eso. No le gustaba que saliera mucho de casa ni que trabajara de cara al público. Él murió en 2002. Y ella, a pesar de todo, se sintió culpable, se vino abajo y, en ese estado de vulnerabilidad cayó en manos de un británico «de metro noventa y exboxeador profesional» que no tardó mucho en mostrar su agresividad: «El primer golpe me lo dio con el puño cerrado».

Esa segunda vez se sintió especialmente sola. Las enormes gafas de sol no ocultaban los ojos y mejillas moradas. Sus vecinos ni le preguntaban. Una noche la agarró del cuello y la arrojó contra una cristalera. Le rompió un dedo y le desplazó un diente. Abrió la puerta y se encontró con una vecina que, harta de escuchar los golpes, la tranquilizó, le ofreció refugio y llamó a la Guardia Civil. Era 2004: «Al día siguiente fueron a por él y 27 días después tuvimos un juicio rápido. Dijo que lo sentía mucho. Me dijeron que le pidiera indemnización, pero yo sólo quería perderlo de vista, nada más».

Entonces descubrió 'Las mujeres que aman demasiado', el libro de Robin Norwood que la condujo al grupo de Mujeres Anónimas que Aman Demasiado (Maquad), de Ibiza. Desde entonces asiste a las reuniones, donde ha conocido a otras mujeres que han pasado por lo mismo, donde ha descubierto que no está sola y donde ha aprendido a no tolerar más malos tratos. «La educación es básica», concluye, una frase que repite una de las primeras mujeres que conoció en la agrupación.

Educar en las emociones

Educar en las emociones

«Desde niños», añade esta mujer, que supo lo que era un golpe cuando aún era novia del que luego fue su marido: «Fue por algo que dije. Me dio un puñetazo, pero no en broma, me hizo daño. Al cabo de dos o tres días vino con las llaves de un apartamento para irnos a vivir». Ella está convencida de que haber aprendido desde niña qué es un amor sano, a quererse, hubiera cambiado su vida. Ella quería que la quisieran y eso acabó por convertirla en «muda, ciega y sorda». Durante todo el tiempo que estuvo con él lo que le preocupaba era que sus hijos no se enteraran. «Pero los hijos, aunque no vean nada, lo saben. El instinto les dice que algo ocurre», añade esta mujer, que afirma que, poco a poco, se fue convirtiendo en «invisible». Llegó a romperle la nariz, a dejarle los ojos morados. Casi no lo cuenta, recuerda.

El dolor que llegó a sentir, tras dos décadas de malos tratos, fue el clic que la hizo reaccionar, que le hizo darse cuenta de que debía salir de aquella relación. Fue antes de que se aprobara la Ley de violencia y a pesar de las lesiones que le dejaron los años de agresiones en su sentencia de divorcio no hay mención alguna a los malos tratos. Ver las fotos de esa época le hace darse cuenta de lo mucho que ha avanzado: «En las imágenes de hace diez o quince años parece que tengo diez años más de los que tengo ahora». Además del dolor, confiesa que pensar en las consecuencias para sus hijos también le hizo tomar la decisión de dejar atrás los malos tratos. Ahora, tiempo después, aún le sigue preocupando la posibilidad de que, en el futuro, su hijo y su hija puedan convertirse en maltratador o maltratada. Por eso insiste en la importancia de la educación.

Ella, ahora, lo ve claro. Entiende cómo funciona el maltrato: «Es una bomba de relojería. Él abusaba de mí y yo lo permitía pensando que así me querría. Ahora entiendo que no es así». Esta mujer está convencida de que ahora, después de todo lo que ha pasado, no volvería a caer en una situación de malos tratos. A pesar de eso, a pesar del tiempo que ha pasado sigue acudiendo a las reuniones del grupo, ayudando a las demás, cuenta su historia siempre que es necesario.

En el maltrato no hay perfiles

En el maltrato no hay perfiles

Otra de las mujeres del grupo asiente, aunque ella, explica, ha optado por otro camino para tratar de superar esta situación: una obra de teatro en la que explica su experiencia. «Soy muy independiente», justifica. Su perfil es completamente diferente. A ella su expareja no le puso la mano encima. No hay palizas ni golpes. Todo fue mucho más ladino, sibilino. «Él era guapo, deportista, inteligente, con una carrera, un buen trabajo, sano...», indica. Tan deportista era que ella decidió sumarse a su estilo de vida y se embarcó en piragua y empezó a hacer kilómetros en bici. Como a él le gustaba. Pero ella era una mujer de libros, de letras, y «un poco patosa» y empezó a temer sus comentarios hirientes cada vez que, por ejemplo, se caía de la bicicleta.

Luego vino el control. No le dejaba acercarse a él cuando salían con amigos, no le permitía más sexo que una vez al mes, coqueteaba con otras delante de ella, la despreciaba, la humillaba, le gritaba... Le costó darse cuenta de que aunque no le hubiera puesto nunca la mano encima eso también era maltrato. «Pensemos en la raíz de la palabra: mal-trato. No hace falta que te toquen para eso», reflexiona. Le costó darse cuenta porque cómo iba a pensar ella, tan lista, con estudios, una mujer del siglo XXI, que estaba siendo una víctima. «Generalmente se asocian los malos tratos a un perfil determinado y es un error», comenta.

Pero llegó el día en que se dio cuenta de que debía poner fin a aquella situación. Estaba hablando con una amiga por teléfono, él llegó de trabajar, le molestó que estuviera al teléfono y se metió en la conversación de forma muy agresiva. «En ese momento me quería morir de vergüenza. Era un ogro. En ese momento lo vi», comenta. Incapaz de seguir con él, pidió asilo a esa amiga que había vivido la situación al otro lado del teléfono. Y allí se quedó, a la espera de que él abandonara el piso que compartían.

Ahí no se acabó la tortura. La seguía. Ella sentía pánico. «Nunca había puesto mi coche a 120 kilómetros y lo puse varias veces al ver que él me perseguía por la carretera de Santa Eulària. Quién dice que un día no me podría haber salido de la carretera», reflexiona esta mujer, que confía en que su obra de teatro sirva a otras mujeres para verse reflejadas y tomar la decisión de dejar atrás a sus maltratadores.

Dejar todo atrás

Dejar todo atrás

Por esto mismo otra de las integrantes cuenta su historia. Ella, por suerte, cortó rápido la relación de malos tratos. El día que, mientras le daba el pecho a su hija, enfadado porque estaba concentrada en la niña y no en él, cogió el cochecito, lo tiró y le dio golpes. «Sentí pánico. Imagina que la niña hubiera estado ahí», reflexiona. Estaba en Argentina, donde se había mudado por él y donde lo dejó todo para regresar a España en cuanto los amigos reunieron el dinero con el que pagar el billete. Tan sin nada llegó que ella y la niña malvivían en Granada. Ella vendía inciensos en el Albaicín y la leche y los pañales de la niña se los daba un matrimonio que conocía su situación. Prefería aquella situación, de la que salió cuando pudo encontrar un empleo, a estar con él en Argentina.

Una vejación más

Una vejación más

Una de las primeras asistentes a las reuniones asiente. El objetivo de todas ellas, al compartir sus historias es conseguir que las víctimas den el paso. Que digan basta. Que pidan ayuda. Ella sabe mejor que nadie el recorrido que deben hacer. Lo que cuesta. El trabajo personal y emocional que supone llegar a ese punto.

Ella recuerda muy bien el momento en que pensó «hasta aquí». Fue el día de la boda de su prima. Era pronto por la mañana y había salido a hacer al compra. Llovía a mares y al volver no podía entrar en su casa, así que el propietario del bar de al lado puso unas maderas y la invitó a pasar al bar mientras escampaba y podía subir a su casa. Aceptó. «No había nadie más y ese hombre empezó a tocarme las piernas. Entonces me di cuenta de que había cerrado la puerta. Escapé por una ventana, como pude», recuerda.

Al llegar a casa despertó a su pareja y le explicó qué había pasado. Le preguntó que qué había hecho ella y al final bajó a hablar con el dueño del bar. «Recuerdo estar sentada en la cama, balanceándome, esperando que llegara», explica. Volvió al cabo de mucho tiempo, borracho. Había estado bebiendo con el mismo hombre que había intentado violarla. «En ese momento me quise morir. No es un decir. Quise suicidarme. Habían sido muchas vejaciones. Me había apartado de mi familia por él. Y ahora me hacía esto. De verdad quise morirme, pero pensé en mi hijo. No podía irme de este mundo y dejarlo con ese sinvergüenza», indica.

Pidió ayuda a su familia. «El mismo padre que desde niña pensaba que no me veía, que no se preocupaba por mí, me ayudó. A encontrar vivienda, a poder recuperar mis cosas que se quedaron en la casa que compartíamos y a preparar oposiciones», indica esta mujer, a la que las demás cogen de la mano cuando, mientras explica su experiencia, se le saltan las lágrimas, que enjuga con un pañuelo de papel. Minutos después sonríe. «Ya está», afirma, parpadeando para que no quede rastro de llanto. «Ya está».

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