Mientras unos se lo pasaban en grande en el II Verro Olímpic, sobre todo los que explotaban globos adoptando posturas del Kamasutra, María Tur Cardona, de 78 años, manejaba hábilmente el huso para obtener un grueso hilo de lana. Lo hacía a cubierto, en la nave de la Cooperativa Agrícola donde ayer por la mañana se desarrolló parte del IX Sant Antoni Rural. El numeroso público que pasó por esas instalaciones pudo observar cómo esta mujer y otros artesanos elaboraban productos típicos de la tierra ya atípicos. Al lado de María Tur estaban ayer sentadas sus vecinas de Sant Jordi, aunque de Can Gibert, Maria y Antònia Ribas Noguera, de 79 y 76 años, respectivamente, hermanas que desde que tenían cinco años ya cardaban la lana. Recuerdan que en cada huso de hilo de lana empleaban cuatro horas; dos de esos husos daban para un ovillo, del que se obtenía un solo calcetín. Total, 16 horas por par (¡y una semana para un jersey!). De pequeñas, obtenían con cuidado y paciencia el hilo de lana (esquilada a la media docena de ovejas que criaban en su casa) mientras su madre y su abuela los tejía. Lo hacían de noche, «cerca del fuego», el remate de una jornada dedicada a las tareas de la casa y del campo, del que no se libraban. Vendían cada par a 10 pesetas. Los trabajadores de las salinas iban a por ellos a Can Gibert, donde los compraban y les hacían pedidos. «Con esos calcetines, a los salineros, que se pasaban el día empapados, no se les pudrían los pies», explica Antònia, que recientemente recuperó esta tradición después de 35 años sin hacer una sola madeja. «Y no me había olvidado. Esto es como montar en bici», comenta.

Aquellos calcetines de basta lana resistían más que los normales aquellas duras condiciones laborales en las que la sal, la humedad y un trabajo extenuante debían dejar los pies destrozados a los salineros. No vivían de tejerlos, pero aquellas 10 pesetas por par debían representar una ayuda importante para su economía, pues segar, labrar y cuidar del par de cabras que tenían (amén de las ovejas) tampoco daban para mucho.

Aquellos salineros calzaban zapatillas de lona que elaboraba Pep Curt, de Sant Jordi. Neus Bonet Palau, que ayer estaba sentada junto a las tres mujeres que preparaban el hilo de lana, visitó a Pep Curt poco antes de que falleciera para que le explicara cómo hacía aquellas sabatilles, pues era el último artesano de ese tipo de calzado que quedaba vivo: en los tiempos de más actividad de las salinas, llegó a fabricar ocho suelas al día. Neus, de Can Terracavat, en Sant Miquel, se ha fijado como objetivo recopilar toda la información existente sobre la fabricación de espardenyes. El problema al que se enfrenta es que apenas quedan ya maestros artesanos. Catalina de Can Andreu, su maestra, fue de las últimas. La conoció cuando le pidió que le elaborara un par para su hija Paloma, que bailaba en una colla: «Me contestó que no me las haría, pero que me enseñaría a hacerlas. ´No las tendrás ahora, pero las sabrás hacer´, me dijo. Y no solo me enseñó, sino que también me conquistó, me hizo implicarme e ir más allá».

El relevo de Catalina

Así, cuando su maestra falleció hace una década, Nieves decidió tomar su relevo y recuperar toda la información relativa a las espardenyes antes de que ese conocimiento desapareciera junto a los últimos artesanos. Sobre todo busca información en el área de Sant Mateu: «De allí salieron los grandes maestros. Pero ya no queda nadie o son muy mayores. En el siglo pasado, allí había artesanos en cada casa, talleres en los que trabajaba toda la familia y que en una semana eran capaces de llenar tres canastas de espardenyes para venderlas en Vila. Los había que compraban hasta una tonelada de esparto al año», comenta con un entusiasmo contagioso. Ha visitado casa por casa de Sant Mateu para copiar patrones de esos zapatos, que luego archiva concienzudamente.

«Catalina, mi maestra, sabía de qué casa procedía cada par con solo verlos, porque cada uno porta una marca en el talón, que es la firma del artesano», explica. Su marca es una ´w´ invertida. La de Catalina eran dos ´n´ enfrentadas, una de ellas al revés. Las de fiesta llevaban dos rombos; las sencillas, dos ´v´ invertidas.

En otros tiempos, en un Sant Antoni aún más rural que el que ayer se celebraba en una Cooperativa Agrícola que olía sobrasada torrada y bunyols recién fritos, se cuidaban con mimo las espardenyes: «Ahora se desprecian, pero hubo una época en la que los jóvenes llevaba puestas hasta la iglesia las viejas y, antes de entrar y de bailar junto a su colla, las metían en el hueco de un algarrobo cercano y se calzaban las buenas. En algunos de esos agujeros se llegaron a meter hasta 40 pares. Luego, tras el baile, recogían las viejas y guardaban las buenas».

También las restaura: «A veces me llegan verdaderas reliquias. He visto una de Sant Mateu en cuyo tejido del empeine cosieron un zigzag. Es un trabajo extraordinario, un bordado simétrico comparable al de los cuellos de las camisas de los balladors», recalca.

Donde pone el ojo...

Al preguntar a los honderos que ayer participaban en el campeonato insular de tir amb bassetja quién de ellos es el mejor tirador, los dedos apuntan, unánimes, a una mujer ágil y menuda, Maria Tur, de Can Jeroni (Santa Eulària). Donde Maria, de 66 años, pone el ojo, allá golpea el còdol que usa de proyectil en su bassetja, que se elabora ella misma con el mismo tipo de material con el que se atan las sobrasadas, el cáñamo. Para disparar no le sirve cualquier piedra: para su honda prefiere los cantos rodados que el oleaje pule en es Codolar. Las escoge un poco más grandes que un huevo. Y ni las pinta (otros las colorean) ni las pone su nombre. Antes las prefería un poco más grandes y pesadas, pero ahora son más ligeras porque le duele el hombro derecho: «Del tute que me he dado. He llevado una vida muy cansada», señala. Hasta su reciente jubilación trabajaba en el hotel Cala Verde, en es Figueral. «Ahora me puedo dedicar a tirar», dice sonriente.

Su afición por el tir amb bassetja no surgió de pequeña ni por influencia de su familia: «Empecé a los 45 años. Mi compañero me pedía que tirase, y yo tiraba por tirar. Pero un día me dije que por qué no iba a ganar yo también». Practicó y ya puede presumir de haber ganado cuatro campeonatos de Balears seguidos («y un segundo puesto», subraya). Está picada (de buen rollo) con otra campeonísima pitiusa, la octogenaria Catalina d´en March, de la que ahora solo le separa un punto. Tiene cuatro hijos, pero ninguno ha seguido sus pasos, aunque afirma que su hija Verónica tenía buena puntería, como su nieto, Daniel, que tampoco parece estar por la labor.