A pie de isla

Un capitel de maullidos

Andrés Ferrer Taberner

Andrés Ferrer Taberner

Semanas atrás los bomberos rescataron en la zona de ses Portes (Sant Jordi) a un gato que llevaba días atrapado en lo alto de una palmera. Lo hallaron inmóvil, preso del pánico. Como para no estarlo. Yo me despierto un día encaramado en precario ahí arriba, en un matojo de palmas asomadas al vacío, y aparte de perder un ojo por sus malditos pinchos me quedo más parado que un oso perezoso intentando despistar a una anaconda.

Las palmeras suelen estar calladas. Quizá porque imitan tanto a las columnas de piedra que por copiar les copian hasta su silencio; un silencio succionador que se alimenta de tiempo. Andan casi siempre mudas de trinos estas plantas de crecimiento arborescente. De sobra saben los ‘palmereros’ que las podan que muchos de los pocos pájaros que se aventuran en su copa acaban muertos entre la maraña de pinchas entrecruzadas de las hojas.

Pero esta palmera-columna del gato no permanecía en silencio. Un capitel de maullidos lastimeros coronaba su estirada figura. Menos mal que alguien prestó oído a la llamada de socorro del felino y avisó a los rescatadores del pobre animal, que permanecía prisionero entre las rejas de sus propios miedos, al igual que todos nosotros, nos hallemos en lo alto de una palmera o cómodamente sentados en el abismo de un sofá; doblemente abismal si enfrente cuenta con una pantalla enchufada a la telebasura.

Muchos prodigios adornan a los gatos. Además de ser fauna de escritor a los ojos del bueno de Umbral −que aquellos tengan en su gloria− y adiestrador de personas, que decía la escritora Ana Pérez Cañamares, trepan de maravilla. Sin duda lo hacen instintivamente, por diversión, o para escapar de un peligro inminente.

La escalada la inician con un salto espectacular de varios metros, sea un poste, un árbol o el espejismo mismo que conduce al cielo gatuno, hecho de sabrosas sardinas, al que reza todas las noches la gatería entera desde las azoteas. Ascienden después veloces usando los fuertes músculos de la espalda y las patas traseras. Como el gato es aguileño de uñas (y chato de narices), que escribiría Quevedo, estas se agarran a conciencia. Actúan como los crampones del montañero; no hay mejor escalador que ellos. Pero para bajar, ¡ay!, se hacen un lío, aunque no tanto como me lo haría yo en semejante brete. Entre que su anatomía no está bien diseñada para el descenso −la mía ni te cuento− y que no les suena lo de la técnica alpina del rapel −yo me di el tortazo así−, suelen quedarse ‘atrapados’ hasta que los rescatan o se tiran por cansancio.

A tenor de lo que nos dejó escrito el Archiduque Luis Salvador de Austria en 1869, los payeses ibicencos sentían apego por los gatos. Aunque solo fuera por superstición, ya que eran tenidos por animales cuya muerte a manos del hombre hacía recaer todo tipo de infortunios. Algo así como lo que pensaban los antiguos egipcios, pero en vez de contar con pirámides de piedra como decorado de fondo, aquí de sal.

Relata este escritor que los gatos eran los animales domésticos favoritos de los curas, quienes los tenían por pares en sus casas parroquiales. "También los payeses", añade, "suelen contar con varios, de color gris las más de las veces, con manchas blancas y el rabo cortado a la usanza de la isla". Curiosa y preocupante esta última afirmación, ya que un gato al que se le ha amputado la cola sufre merma tanto en su locomoción como a la hora de comunicarse con sus congéneres. Este apéndice del animal resulta vital para equilibrar su marcha (ya quisiéramos uno nosotros si bebemos de más). Actúa como un giroscopio cuando estos felinos tienen que variar su dirección repentinamente, tanto en la persecución de una presa como en la huida de un peligro. Asimismo, si se caen al vacío, como hubiera sido el caso del gato protagonista de esta historia de haber acabado mal.

Ignoro la razón que empujaba a los payeses ibicencos a privar a los gatos de su bendita cola, tan utilitaria ella; un precioso regalo de la evolución para la mayoría de especies. (Personalmente pienso que Lucifer sintió envidia y se cambió de ‘equipo’, renunciando a su ‘arcangelía’, para que le creciera una cola bien poderosa; en definitiva, cambió alas por rabo). ¿Quién sabe si a mí mismo, injertándoseme en mis carnes traseras meridionales un rabo de mapache en condiciones, me entraría también la neura de auparme yo espontáneamente a la primera palmera a tiro?

¿Pero cómo demonios averiguar la motivación de los payeses para amputar tanta cola? Quizá es que estaban hartos de rescatar gatos en las alturas. Deducirían tal vez que sin rabo igual los gatos se lo pensarían dos veces antes de trepar a lo loco. Aunque… ¿no exageraría el Archiduque? La nobleza de entonces, ya se sabe, tendía a exagerar cuando describía los usos del rusticano. Acaso vio pasar un par de gatos rabones y pensó que toda la gatería pitiusa lucía de igual guisa.

Sé que la cuestión abriga no poca enjundia. Así que, mis queridos lectores, les dejo todo el fin de semana de asueto para reflexionar sobre ello.

Fe de errores. En mi anterior artículo, titulado ‘Pan de posidonia’, escribí alga en vez de planta.

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