La sardina y el ascua

«A menudo sucede que los grandes cambios, vienen auspiciados por otros mucho más pequeños, insignificantes aparentemente»

Siempre me ha parecido un fenómeno digno de análisis sociológico esa predisposición que tienen ciertas clases sociales de nuestros país de querer lo suyo, para ellos, y lo de los demás, para todos. Existe una tendencia, registrada en las hemerotecas y en la memoria, de quienes la tienen, de una resistencia por inercia, dura y reaccionaria, de los de siempre, ante los intentos de los gobiernos de izquierdas de sacar adelante cualquier tipo de iniciativa de carácter progresista. A no ser, como ha quedado en evidencia, que sean asuntos que beneficien sus bolsillos y/o sus vidas.

Una encuesta del instituto 40dB para El País y la Cadena Ser afirma que dos de cada tres españoles respaldaría la iniciativa del Gobierno de reducir la jornada laboral sin que vaya acompañada de una merma salarial. Y aunque matiza, en su letra pequeña, que los que más la apoyan son los jóvenes y el electorado de izquierdas, también pone en la palestra un llamativo y escaso rechazo entre los partidos conservadores. Sólo un 24% de los votantes del PP y un 29% de los de Vox rechazan el recorte de horas de trabajo.

La medida, que beneficiará a 13 millones de personas, fue una de las principales promesas electorales de Yolanda Díaz y el pasado jueves inició su andadura con una reunión celebrada entre el Ministerio de Trabajo y los agentes sociales. El objetivo: reducir la jornada ordinaria de 40 horas semanales, en vigor desde 1983, a 38,5 este año, y 37,5, el que viene.

Sin duda, es un salto en la historia de los derechos laborales de nuestro país. Nada ambicioso, si se compara con los estándares de otros países de Europa: en los Países Bajos trabajan 30,9 horas a la semana; en Noruega, 33, 3, en Austria, 33,6, en Dinamarca, 34,2, en Alemania, 34,5 y en Bélgica, 34,8; pero sin duda, es un avance y un movimiento inteligente y medido, por muchos motivos.

Uno de ellos es que es sintomático, en general, de la receptividad de la sociedad para ciertos avances, y en particular, de la maleabilidad de los más conservadores, según les conviene. Porque los que no se han subido al carro, en este caso, por lo menos han optado por no echar piedras a las ruedas a su paso.

El caso, podría ser un indicativo de que algo está cambiando, de una apertura de miras e incluso conciliación, si no fuera porque claramente se trata de un ejemplo más de que, con los incentivos adecuados, todos podemos ser ‘democráticos’. Porque este asunto pone algo en evidencia, que parece una perogrullada, pero es digno de hacérselo mirar, y que se reduce a que, cuando de lo que se trata es de arrimar el ascua a nuestra propia sardina, es más fácil aceptar los dictados de la mayoría, aunque sea a la chita callando.

Otra cosa es cuando piden quitar de lo ‘propio’, para mejorar lo ‘ajeno’; o cuando simplemente se quiere avanzar en derechos sociales, que unos cuantos consideran ‘privilegios’ innecesarios y es entonces cuando empiezan los conflictos. Así pasó con la ley de la eutanasia, la reforma laboral, la ley del aborto, la ley trans o la del matrimonio homosexual.

Porque hay quien lleva toda la vida disfrutando y accediendo a bienes y servicios, que hasta hace muy poco solo se podían comprar con dinero e influencias, y por eso ahora en muchas cuestiones lo del ‘café para todos’ les toca la moral, porque conlleva aceptar que hay cuestiones que han dejado de ser privilegios, para convertirse en derechos, y para ellos, eso no es progresismo, sino aberración.

Sin embargo, tacaños que son e interesados, saben perfectamente identificar qué avances les convienen, sin que supongan una gran sacudida de los cimientos de lo que ellos consideran su intocable status quo. Y supongo que consideran que dos horas y media a la semana no van a suponer un gran trastorno en el rendimiento, ni en la producción, sino todo lo contrario.

A menudo sucede que los grandes cambios, vienen auspiciados por otros mucho más pequeños, insignificantes aparentemente, y que, sin embargo, como el caballo de Troya, son estrategias magistrales. Un jaque a la reina, con aviso, pero cargado de intenciones que puede ser determinante en el futuro. La mayor ventaja de la jugada es que no sólo cuentan con el beneplácito de sus apoyos, lo mejor es que suman también los aplausos del contrario, distraído por otras cuestiones y alentado por la codicia. Y todos creen ganar.

Suscríbete para seguir leyendo