A pie de isla

Unas salinas de esclavos

Si todo el sudor derramado por las incontables fatigas del hombre en el pasado fuera un mar y se evaporara, dejaría al descubierto infinitas salinas. Los seres humanos son vistos así como salinas andantes, pues como dijo el poeta paraguayo Hérib Campos-Cervera, el sudor no es sino una ofrenda salitrosa.

Salinas nacidas de un sufrimiento sedimentario, acumulativo capa tras capa en el devenir del tiempo; nacidas de látigos que restallaban sobre lomos abismados para siempre en el dolor, como los de las bestias de carga; nacidas de delirios faraónicos de grandeza, conquista y colonización; nacidas de plagas, guerras y jornales de hambre. Porque la sal −y muy amarga por cierto− es lo único que restaba visible de ese sudor una vez seco, aunque solo fuera en forma de manchas sobre los harapos que cubrían aquellos torsos uncidos a trabajos inhumanos, a la esclavitud. Sal que cristalizaba para siempre en las llagas del corazón.

Esclavo fue Espartaco en una mina de sal romana justamente, el peor rincón que el destino podía reservarle a cualquiera por aquel entonces. En este caso, sal sobre sal cebando la desolación. Luego, arrastrado a la escuela de gladiadores, casi al pie del Vesubio, la sal de su sudor entró −simbólicamente− en rebeldía efervescente con el fuego oculto del volcán, provocando así casi una extinción en masa del mundo romano. Corría el año 73 a.C. y Espartaco se había puesto al frente de la gran revuelta de esclavos. La Antigüedad entera hacía un alto en la historia para escenificar por primera vez un viejo sueño de libertad. Al final, la rebelión acabó aplastada y ristras enteras de otros muchos Espartacos anónimos encadenados tomaron el relevo en las minas de sal y otros infernales rincones donde el latín se corrompía en gruñidos de mando. Pero esta vez no tuvieron ocasión −o valentía− para empuñar la espada contra sus opresores.

Cayeron luego imperios y anarquías, galoparon los siglos. Y, sin embargo, permaneció invariable el tráfico de esclavos; la mente humana se resistía a evolucionar. Recalaron estos también en Ibiza durante los siglos medievales cristianos. Incluso en los posteriores.

Los obligaron a trabajar, sobre todo en ses Salines donde se requería abundante mano de obra. Cargaban la sal en sacos o capazos sobre sus cuerpos bañados en sudor. Otra vez sal sobre sal engordando la amargura. Esta vez no eran tracios como Espartaco, sino moros del norte de África, negros y hasta guanches de Canarias, recién conquistadas. Todos cautivos apresados. Ibiza constituyó entonces un gran mercado de esclavos, rivalizando casi con el de Valencia en el siglo XV a cuyo puerto arribó entonces el mayor flujo de cautivos de todo el mediterráneo hispano.

Es solo a partir del siglo XVII cuando empiezan a ser sustituidos masivamente por jornaleros en las salinas de Ibiza, cuyas condiciones de vida tampoco eran mucho mejores que las de aquellos, puesto que trabajar cosechando sal constituía un trabajo extraordinariamente duro, siempre mal pagado. Tanta sal de por medio y tan exiguo salario.

Pero no bastaron los peones a sueldo. Por eso se hizo obligatoria para la población de la isla la prestación de servicios en las salinas. Incluso a finales del siglo XVIII se ubicó un presidio en ses Salines con el objetivo de que los reclusos trabajaran en ellas. Y todo porque el comercio exterior de la sal ibicenca, que tanto se exportaba, resultaba esencial para la isla. Sin los ingresos de su venta a otras ciudades, ¿cómo se hubiera podido abastecer de trigo la isla, cuya producción local era insuficiente para alimentar a sus habitantes?

Una vez privatizadas las salinas en 1870 su mano de obra pasó a ser asalariada por completo. Fue en las colles de saliners donde germinó el tímido movimiento obrero de la isla a finales de ese siglo y principios del siguiente. En la salinas una pequeña parte del campesinado isleño inició su proletarización, adquiriendo cierta conciencia de clase. La suficiente como para organizar la primera huelga importante en las mismas, en 1897.

Trabajar en las salinas resultaba extenuante por el calor. Cuando el verano aún flameaba en el cielo, tocaba cosechar a pleno sol, a plena sal, entre pirámides de esta amontonada. Porque tres son los espejos que hacen del sol una multiplicación torrencial de sus rayos en la isla: el mar enjaulado en calas, las casas payesas revocadas de cal y la salinas, el gran infierno blanco.

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